Después de aquella confrontación con Rosa, David estaba convencido de que los amigos en común le darían la razón. Pero no fue así. Todos opinaban lo mismo: que había debido poner un límite mucho antes.
Desde entonces, mi relación con Rosa pasó a ser completamente nula. Aun sabiendo que estábamos enfadadas, seguíamos yendo a su casa, aunque yo nunca cruzaba la puerta. Ella no quería verme y a mí me daba exactamente igual.
La relación con David se volvió tensa, como si me castigara por haber discutido con su madre. Su castigo fue condenarme a vivir en unas condiciones que rozaban lo inhumano.
Nuestro hogar, si es que podía llamarse así, era poco más que un cuartito formado por dos habitaciones diminutas, sin baño y sin cocina. Cuando David llegaba de trabajar, lo único que hacía era tumbarse a dormir.
—¿De verdad te parece justo vivir así? —le preguntaba con la voz cargada de impotencia—. ¿Esto es lo que quieres para tu familia? ¡La niña necesita un cuarto de baño!
—Nuria, no entiendes… Vengo muy cansado. Ten consideración —era siempre su respuesta, tan fría como un muro.
—Yo no pedí vivir en estas condiciones —insistía—. ¡Con lo fácil que era comprar una casa en el centro!
—No me gusta el centro. Prefiero la tranquilidad de aquí —respondía él, sin mirarme.
Meses pasaron así: sin un baño donde asearnos, en un cuarto tan pequeño que mi hija apenas podía moverse, con los suelos cubiertos de cables que parecían trampas tendidas para nosotros. Fue mi vecina quien, al ver nuestra situación, me ofreció su baño para que al menos mi hija y yo pudiéramos ducharnos. David, mientras tanto, se iba a casa de su madre para hacer lo mismo.
A los seis meses de estar viviendo allí, por fin amplió la casa: añadió un salón, una cocina y un baño. Pero incluso en eso fue a medias. En el baño solo instaló la bañera.
En ese tiempo mi niña enfermó y terminó ingresada en el hospital por una infección. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Discutí con David y lo culpé de todo. Pasé una semana entera en aquel hospital, una semana en la que nadie de su familia se preocupó por mi hija. Ni una llamada. Ni una visita.
Mi madre, que vivía en Benalmádena, fue la única en acudir. Recuerdo que una de mis compañeras de habitación habló con ella, indignada por lo que veía:
—Me da pena de tu hija —le dijo—. La suegra ha estado aquí, no ha dicho nada, ni ha mirado a su nieta. Apenas se quedó media hora y luego se fue a comer con su hijo. Llevan más de tres horas fuera. Esa mujer no quiere a su nieta.
Ese fue el único día que Rosa apareció, el mismo en el que ingresé a mi hija. Y solo vino porque David, antes de llevar a la niña al hospital, pasó primero por casa de su madre. Aquella noche él me dejó sola.
Hasta mi compañera y su marido sintieron lástima. Al día siguiente me preguntaron si David me había llamado. Mi hermano, al verme así, me llevó una pequeña televisión para que mi niña pudiera distraerse viendo los dibujos.
—¿Qué estás viendo, Gata Salvaje? —me preguntó el marido de mi compañera—. ¿Puedo verlo contigo? Me encanta esa novela.
Durante los días siguientes, por las tardes nos sentábamos a verla juntos. Era como un respiro dentro de tanta angustia. David solo se quedó a dormir una noche en toda la semana.
Un día, una chica de otro dormitorio, que terminó haciéndose mi amiga, me preguntó con franqueza:
—Perdona, ¿tu suegra está viva?
—Sí, está viva —respondí sorprendida.
—Es que llevas aquí cinco días y no la he visto ni una sola vez.
—Ni viene ni llama para preguntar —le dije.
La única que vino, apenas le conté lo ocurrido, fue mi amiga María, que además llamaba todos los días para saber cómo estaba mi niña.
El viernes, el médico nos dio el alta. Recogí todo y salí con mi hija en brazos. David vino a buscarnos y, al llegar a la casa, Rosa ya estaba allí.
—¡No te vas a creer lo que ha pasado! —dijo entre risas—. Fui a verte al hospital y me dijeron que ya te habías ido.
No respondí. Sonreí con frialdad y me juré, en silencio, que aquel sería el último día que me preocuparía por alguien de su familia.
Pasaron nueve meses desde que nos mudamos allí. Cuando mi hija tenía diecisiete meses, por fin David terminó el baño. Y no lo hizo por nosotras: lo hizo porque venían mi padre y su mujer desde Madrid, y según él “no era adecuado” que la esposa de mi padre hiciera sus necesidades en el césped. Lo miré incrédula. Me había tenido meses viviendo sin baño y ahora, de repente, le preocupaba la imagen que pudieran tener de él.
Pero el baño no era nuestro único problema. La casa era un desastre. Ni siquiera había bombillas colocadas en condiciones. Una tarde, mi hija, en uno de sus primeros intentos por caminar, tropezó y estuvo a punto de golpearse la cara. La agarré a tiempo, pero aún así se lastimó la rodilla contra una bombilla, provocándose una quemadura de segundo grado.
Ese día exploté. Le grité a David que si no pensaba arreglar aquella casa, que la vendiera. Que yo no estaba dispuesta a seguir viviendo así.
Desde entonces, empecé a buscar casa de alquiler. No me importaba si me iba sola o con él. Aquello tenía que terminar.
Poco después vino mi padre a vernos. No le gustó nada dónde vivíamos. Delante mia le dijo a David:
—Tú tendrías que haber comprado una casa en el centro. En vez de pensar solo en ti, tenías que haber pensado en ella y en tu hija. Nuria no tiene coche, ¿te parece un buen sitio este? ¿Y si la niña se pone mala? ¿Quién la lleva?
David se quedó callado. Después me prometió:
—Voy a vender la casa y te llevaré al centro.
Pero era mentira. En vez de eso siguió buscando casas rurales, incluso cerca de donde ya vivíamos.
La casa se puso en venta. La terminamos de arreglar y, en ese tiempo, hicimos amistad con una pareja de nuestra edad; nuestras hijas iban a la misma guardería. Fue Rosa quien nos buscó otra casa, pero, como siempre, a su gusto. Yo acepté: era en el centro y ya tendría tiempo de buscar otra.