La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 34

Cuando David se enteró de que estaba embarazada, su rostro se iluminó con una alegría que hacía tiempo no veía en él. Pero dentro de mí, ya todo estaba decidido. No pensaba dejar Mijas. Allí tenía amigas, una vida más o menos estable y, sobre todo, mi hija estaba feliz en su colegio. Buscar trabajo embarazada era una odisea, y encontrar alquiler, casi un imposible.

Mientras tanto, David seguía con sus planes junto a su madre. Buscaban una casa donde él pudiera edificar, como si el futuro solo se construyera a su medida. Cuando mi amiga me contó aquel plan, lo enfrenté. Pero a él le dio igual mi enfado, mis miedos o el simple hecho de que yo no tuviera coche. La compra ya estaba hecha.

—Haz lo que quieras —le dije con rabia—. Quédate con tu madre. Yo me quedo en mi casa.

Poco después falleció su abuela. Y, como si no tuviera bastante, me culpó de no haber ido a verla. Lo irónico era que él tampoco lo había hecho. Todo se desmoronaba. Ya no lo soportaba.

A los dos meses de embarazo, una mañana sonó el teléfono. David atendió y me llamó. Era mi madre. Su voz sonaba apagada, le temblaba. —Tu abuela ha fallecido, hija.

Sentí un vacío helado en el pecho. Dejé el auricular y fui directa a su foto. Me encerré en el baño y lloré en silencio. Mi amada abuela se había ido.

Fuimos al tanatorio de Benalmádena. Al entrar, David saludó a todos y se marchó a un centro comercial. Me dejó sola. Me senté frente al cristal, observando el ataúd. Mi abuela parecía dormida, como si en cualquier momento fuera a abrir los ojos.

Daniel, el chico que la había cuidado en sus últimos días, se sentó a mi lado.

—Mírala, Nuria… parece que está dormida —susurró.

Asentí, sin poder hablar.

Más tarde me senté junto a mi tío. Me abrazó con fuerza y, mirando a mi madre, dijo:

—Estoy sentado con mi sobrina preferida.

—Y ella siempre dice que tú eres su tío favorito —respondió mi madre con una sonrisa triste.

Mi tío, con los ojos llenos de lágrimas, me habló de la vida y de lo rápido que se escapa. Hacía apenas dos meses había perdido a su esposa. Yo lo escuchaba sin poder apartar la vista del cristal, del cuerpo de quien tanto me había querido.

David regresó, y poco después nos marchamos. En el coche discutimos.

—No entiendo cómo puedes dejarme sola en el velatorio —le dije.

—Estabas con tu familia, Nuria —respondió sin inmutarse.

Ya no podía más. Al llegar a Mijas, fuimos a buscar a mi hija. David se quedó un rato en la casa, porque allí estaba la chica que siempre le había gustado. Se metieron en la piscina como si nada.

Susana, que lo había visto todo, me dijo:

—Si mi marido hiciera eso, yo le armaba una buena.

—Me da igual —le respondí—. Por mí, que se vayan a la mierda.

Comimos allí y regresamos a casa. Esa noche David quiso acercarse a mí, pero lo rechacé.

—Búscate a tu amiga —le solté con frialdad.

Al día siguiente, volvió a sonar el teléfono. Era mi madre otra vez, con una voz que ya presagiaba tragedia. Mi primo había muerto. No me lo podía creer. Se iba a duchar para ir al entierro de mi abuela y cayó fulminado.

En el cementerio, otro primo se me acercó.

—Nuria, ¿te has enterado? ¿Recuerdas cuando éramos pequeños y queríamos ser como él? —me dijo con la voz quebrada.

Solo pude asentir. Nadie entendía lo que estaba ocurriendo.

Al rato vimos cómo el ataúd de mi abuela entraba en el horno. Aquella imagen se me grabó en el alma. Ver llorar a mi tío me rompió por dentro. Quise detener el tiempo, impedir que el fuego la devorara, pero ya era tarde. Mi tía se me acercó y me aconsejó salir, sobre todo en mi estado, pero no pude. Me negué a irme.

Enterramos a mi abuela, y después nos fuimos al tanatorio de mi primo. Más tarde regresé a Mijas, acosté a mi hija y me quedé despierta toda la noche, pensando en ellos.

Recordé algo que mi primo me había dicho hacía años: —Eres mucha mujer para David. Mereces algo mejor. Tenía razón.

Al día siguiente fuimos al entierro. David apareció en un descapotable.

—David, vamos a un entierro. No es momento de presumir —le dije.

—Nuria, entiende… quiero que vean mi coche —respondió sin vergüenza.

No contesté. El silencio fue mi escudo.

Los meses pasaron. Terminamos mudándonos al lado de su madre. En marzo nació mi niña, Lidia. Y aunque tenerla en brazos fue lo más hermoso del mundo, lloré al verla; me recordaba a mi abuela, tenía su misma barbilla, aunque su nacimiento no cambió nada. David seguía distante. No era igual con Lidia que con Jannet, y eso me dolía.

Con el tiempo, empezó a llegar tarde, con excusas tontas. Yo ya lo sospechaba. Un fin de semana, en Benalmádena, usé el ordenador de mi hermano Pablo y lo confirmé: seguía hablando con la peruana. Para mi sorpresa, incluso le había pedido matrimonio sin estar divorciado.

—David, me quedo aquí. Tú y yo tenemos que hablar —le dije antes de colgar.

Busqué una abogada. Ya no había marcha atrás. Cuando lo enfrenté, no lo negó. Estuvo de acuerdo con el divorcio, aunque se encargó de que todos creyeran que yo era la mala, que la peruana no existía.

Durante los días en que Luis, el marido de mi madre, venía a ayudarme a llevar mis cosas a Benalmádena, llegó otro golpe: mi tío, el que tanto quería, murió. Me derrumbé. Pasé el día entero llorando. Perderlo fue demasiado. Supe entonces que el dolor no se iba a ir jamás.

Firmamos el divorcio poco después. David nos echó a mis hijas y a mí de casa, sin remordimiento. Le dio igual dejar en la calle a dos niñas pequeñas. Su hermana, sabiendo todo, vino a preguntar como si nada, justificando a su hermano y queriendo saber cuándo me iría.

Por fin llegó el día de marcharme. Luis vino a buscarme. David no estaba. Me fui sin mirar atrás.

Al único que eché de menos fue al padre de David.

Cuando el coche arrancó y la casa quedó atrás, respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí alivio. Había dejado atrás un infierno.




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