Me fui a vivir a casa de mi madre. En un dormitorio dormíamos mis hijas y yo. David no lo puso fácil durante el divorcio: se negaba a pagar la manutención que había asignado la abogada, empezó a trabajar en negro para no cumplir con la sentencia y también se negó a entregar el dinero acordado, alegando que no tenía. Lo más irónico fue que, aun “sin dinero”, se fue a Perú a conocer a su futura mujer.
—David, me tienes que pagar ese dinero. El plazo se va a cumplir —le dije un día por teléfono.
—Nuria, no tengo dinero. Además, ahora me voy a Perú —respondió como si nada.
Escuchar eso me encendió por dentro. Su amante era más importante que sus hijas. Luego iba por ahí dando pena, haciéndose la víctima.
Por suerte, Jannet fue admitida en un colegio cerca de casa. Mi madre trabajaba, así que yo me quedaba cuidando a mi hija pequeña y recogía tanto a Jannet como a mi hermanita, María Jesús. Mi madre había tenido una hija con Luis, y se llevaba solo siete meses con mi niña.
La convivencia en casa de mi madre tampoco era fácil. Éramos muchos: mi hermana Paula, Pablo —que con su trabajo apenas estaba— y Javier, que vivía con su novia y su hijo. Los meses pasaban y mi vida había dado un giro de 180 grados: de tener mi casa pasé a vivir en un dormitorio con mis hijas.
La madre de David se encargaba de criticarme y de dejar a su hijo como la víctima. Las que decían ser mis amigas me dieron la espalda; lo apoyaron a él. Entre todos lograron que la historia pareciera al revés: él, el pobre hombre engañado, y yo, la villana.
Mi vida continuaba. Llegó julio y la boda de mi madre estaba a la vuelta de la esquina. Luis, su pareja, estaba nervioso, mientras que mi madre y yo preparábamos los detalles del enlace. Él se quedaba cuidando de mis hijas; la pequeña lo adoraba. No tenía figura paterna y, en lugar de llamarlo “abuelo”, le decía “papi”.
El día de la boda fue puro nerviosismo. Salimos hacia el ayuntamiento y allí me reencontré con mi familia. Todos se alegraron de mi separación; ninguno podía ver a David. La celebración fue hermosa.
En un momento, mi tío se acercó mientras yo hablaba con mi cuñada.
—Sobrina, me alegro de que hayas dejado a David. No era bueno para ti.
—¿Tan malo era? —preguntó mi cuñada.
—Malo no, pero tenía mucho cuento… y era un niño de mamá —respondió mi tío con una sonrisa cómplice.
La boda terminó muy bien. Esa noche me quedé cuidando de mis hermanas. En la soledad de mi dormitorio, no pude evitar pensar en la boda… en aquella celebración que yo nunca tuve. Pensé en los años que había perdido con David. Esa noche lloré por todo: por los errores cometidos, por lo que no fue y por lo que soporté. No culpé a nadie, porque sabía que la única culpable era yo. Sabía perfectamente cómo era él… y aun así me casé.
Los días pasaban y decidí retomar mi carrera de Psicología. Me quedaban tres años para terminarla. Una mañana fui a la universidad a preguntar si aún podía matricularme. Por suerte, sí podía. Opté por estudiar por las tardes.
Mientras tanto, también buscaba trabajo. Quería tener mi propia casa, pero los alquileres en Benalmádena eran caros y, con una niña pequeña, no era fácil encontrar nada. Fui a varias guarderías para intentar que admitieran a mi hija. En una de ellas, la directora me dijo:
—¿Estás trabajando?
—No, pero necesito dejar a mi hija aquí para poder buscar trabajo.
—Si no trabajas, no puede entrar en la guardería.
Me contuve, pero estaba frustrada.
—Entonces dígame cómo se supone que debo hacerlo… ¿Llevarla colgada al cuello a las entrevistas? —respondí cansada de escuchar las mismas negativas.
David apenas aparecía para ver a sus hijas. Y cuando lo hacía, era solo para criticarme o poner excusas. Era mucho peor ahora que cuando estábamos casados.
Empecé las clases, con mi madre cuidando de las niñas. No fue fácil volver a estudiar después de tantos años, pero no me rendí. Quería sacar mi carrera, luchar por mis hijas y alejarme de todo ese pasado que tanto me pesaba. El primer año tras la separación fue duro, pero mi familia estuvo a mi lado. Logré aprobar el curso; ya solo me quedaban dos años.
David se volvió a casar y su nueva mujer se fue a vivir con él. En el fondo me dio pena. No sabía el infierno en el que se estaba metiendo.
Por aquel tiempo conocí a Carmen, una amiga de mi hermano Pablo. Con el tiempo se convertiría en mi mejor amiga, mi confidente, casi una hermana. Una persona que me demostraría que hay amistades que llegan para quedarse, incluso en los peores momentos.
Finalmente, pude alquilar mi propia casa. Era pequeña, pero estaba cerca de la de mi madre. Mis hijas, por fin, tenían su propio dormitorio. En medio de la mudanza, David dejó de pagar la manutención. Puso varias excusas, ninguna válida.
Fue también entonces cuando conocí, por Internet, a un chico.
Un chico del que, con el tiempo, me arrepentiría profundamente de haber conocido.