La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 36

El tiempo pasaba, y poco a poco las cosas empezaban a mejorar. Conseguí trabajo cuidando a una mujer mayor. En principio solo tenía que acompañarla y ayudarla en algunas tareas, pero al poco tiempo terminé también limpiando la casa. No me importaba; lo importante era trabajar, tener mis propios ingresos y sentir que, por fin, volvía a valerme por mí misma.

La señora era amable al principio. Ella vivía con su hermana menor y su sobrino; aunque me pagaban muy poco, tenía algo; al menos tenía para pagar el techo de mi casa.

Con el paso de los días, mi rutina se estabilizó: trabajo por la mañana, clases por la tarde, mis hijas y mi madre siempre cerca. Por primera vez en mucho tiempo, sentía paz.

Fue entonces cuando conocí, por Internet, a un chico. Al principio era bonito. Hablábamos todas las noches; me hacía reír, me escuchaba, me decía las palabras que durante años nadie me había dicho. Me preguntaba por mis hijas, por mis estudios, por mi día. Me hacía sentir vista.

Durante un tiempo, me ilusioné. Pensé que, tal vez, la vida me estaba dando una segunda oportunidad. Pero poco a poco empezaron las excusas: que tenía mucho trabajo, que no podía conectarse, que se le había roto el móvil; ponía muchas excusas para conocernos. Yo, que ya había aprendido a reconocer las mentiras, no tardé en ver que algo no cuadraba.

Un día, mientras hablaba con una chica en un foro, descubrí que no era la única. Él hacía lo mismo con varias mujeres, las mismas palabras, los mismos mensajes, las mismas promesas. Sentí rabia y tristeza, pero sobre todo vergüenza por haber confiado. No era amor, era un juego más… y esta vez no pensaba jugar. Lo bloqueé, respiré hondo y decidí que ya no quería más hombres que me mintieran bonito.

Mientras intentaba recomponerme, las denuncias contra David seguían su curso. Pero parecía que la ley no estaba de mi lado. Llevaba meses sin pagar la manutención, y cuando acudía a reclamar lo que correspondía a mis hijas, la respuesta siempre era la misma.

—Con cien euros al mes es suficiente —decían los funcionarios, sin levantar la vista de los papeles.

Suficiente… para ellos, que no sabían lo que costaba criar dos hijas sola, pagar un alquiler, estudiar y trabajar al mismo tiempo. Sentía impotencia. Me cansaba de explicar que el dinero no era para mí, sino para ellas. Pero todo daba igual.

David seguía trabajando en negro, riéndose de la ley y de mí. Mientras tanto, yo me levantaba cada día a las siete de la mañana para llevar a mis hijas al colegio e ir a trabajar, sin saber si ese mes llegaría a todo. A veces me preguntaba cómo era posible que la justicia fuera tan ciega, tan injusta con quien más luchaba.

Mis hijas eran mi motor. Cada vez que las veía dormir, sentía que todo valía la pena. Que, a pesar de todo, estábamos saliendo adelante. Me repetía una y otra vez que el dolor algún día dejaría de doler, y que, aunque la vida me hubiera golpeado tantas veces, yo aún seguía en pie.

Porque si algo tenía claro, era que nadie —ni David, ni la ley, ni las decepciones— iba a quitarme las ganas de seguir luchando.




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