El tiempo pasaba y mi vida, aunque llena de tropiezos, empezaba a tomar otro rumbo.
Después de varios meses en aquella casa de alquiler, decidí mudarme. El dueño no quería hacerse cargo de nada: las paredes estaban húmedas, las tuberías rotas y, para colmo, empezaron a aparecer ratas. Se lo dije una y otra vez, pero se negaba a repararla. No tuve más remedio que buscar otra casa.
Por suerte, encontré una casa mucho mejor, también cerca de la de mi madre. No era muy grande, pero al menos era mía, un lugar donde mis hijas podían dormir tranquilas.
Con David, en cambio, todo seguía igual. No se cansaba de hacerme la vida imposible. Me llevó a juicio porque Lidia había cumplido tres años y, según él, quería quitarme manutención. Además, quería llevarse a las niñas durante un mes entero en verano, como si de repente hubiera aprendido a ser padre.
Por suerte, la jueza falló a mi favor. Al escuchar la sentencia, respiré aliviada, aunque sabía que aquello no sería el final. Los juicios con David parecían no tener fin; cada año inventaba algo nuevo para discutir y no pagar. Lo llevó varias veces a juicios por visita; un día tuvimos un juicio porque se negó a devolverme a las niñas, aunque el juicio siempre iba a mi favor y la jueza le decía que me pagara lo que me debe. No cumplía con lo que le decían.
La nueva casa, a pesar de sus pequeños defectos, me hacía sentir en paz. Estaba cerca de mi madre, de los colegios y de todo lo que necesitaba. La relación con mi padre también era buena; venía a visitarnos cada cierto tiempo, y mis hijas lo esperaban siempre con ilusión.
Mi amistad con Carmen seguía igual de fuerte. Ella se había convertido en mi confidente, mi familia elegida, la persona que sabía cuándo necesitaba hablar y cuándo solo necesitaba un abrazo.
Por aquel tiempo también conocí a una madre del colegio de mis hijas. Desde el primer día conectamos como si nos conociéramos de toda la vida.
—Somos gemelas separadas al nacer —decíamos siempre entre risas.
Y lo cierto es que así lo sentía. Su amistad llegó en el momento exacto, como un pequeño milagro. Nos apoyábamos mutuamente, nos entendíamos con solo mirarnos. Los fines de semana salíamos con las niñas al parque, y sus hijos me llamaban “tita”. A veces nos sentábamos las dos en un banco, viendo cómo jugaban, riéndonos de todo lo que habíamos pasado y de lo fuertes que nos habíamos vuelto. La verdad es que nos ayudamos mutuamente; estábamos destinadas a ser grandes amigas.
Fue una etapa diferente, más tranquila. Empecé a sentir que, a pesar de los golpes, estaba reconstruyendo mi vida. Ya no lloraba cada noche. Ya no esperaba llamadas que no iban a llegar. Empecé a disfrutar de lo que tenía: de mis hijas, de mis amigas, de mi familia.
Por esos días también me reencontré con mi prima, después de mucho tiempo sin saber de ella. Fue un reencuentro bonito, lleno de recuerdos de la infancia y de risas que hacía años no compartíamos. Me di cuenta de cuánto necesitaba ese tipo de cariño, sincero y sin juicios.
La vida no era perfecta, pero era mía. Y por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba justo donde tenía que estar.