La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 39

Con Jesús nunca pasó nada, y no hacía falta. Era una amistad limpia, sincera, de esas que se entienden sin palabras. Nos llevábamos tan bien que bastaba una mirada para saber lo que el otro pensaba. Él decía que yo era su psicóloga, que podía desahogarse conmigo y contarme sus problemas.

Mis encuentros con Marta eran cada vez más frecuentes. Nos veíamos para tomar algo, reírnos y recordar viejos tiempos. Con mi prima también, nos juntábamos siempre que podíamos. Hablábamos de todo y, entre risas, soñábamos con irnos a Alemania o a Escocia. Siempre terminábamos diciendo:

—Algún día nos vamos las dos y no volvemos.

Aunque las dos sabíamos que probablemente nunca pasaría, soñar con ello nos hacía bien.

Mientras tanto, David seguía siendo el mismo de siempre. Se había separado de su mujer y, según me contaban, iba de falda en falda. Después conoció a una chica y, por un momento, pensé que había cambiado, porque empezó a pagar la manutención como debía. Pero poco le duró la racha: conoció a una colombiana y se fue a vivir allí.

Su partida, lejos de dolerme, me dio una paz enorme. Sentí que, por fin, podía vivir tranquila, sin miedo a sus llamadas, sin juicios, sin discusiones absurdas, aunque apenas hablaba con sus hijas, solo cuando se acordaba, y ellas estaban acostumbradas; cuando estaba de faldas en faldas, se olvidaba de ellas.

Con mi prima todo iba bien. Nos reíamos como siempre y compartíamos esa complicidad que solo los lazos de sangre pueden mantener. Llegó el verano y un día la vi en la playa.

—¿De cuántos meses estás ya? —le dije de broma.

Ella sonrió y me enseñó la foto de su hija recién nacida. Nos abrazamos entre risas.

Los días pasaban, las semanas también. Ya estaba en el último año de Psicología. Me sentía orgullosa, después de todo lo vivido. Por las tardes salía al parque con mis hijas o íbamos a la playa. A veces, me encontraba con mi prima en la tienda; la cajera ya estaba acostumbrada a nuestros “¡te quiero!” gritados desde la puerta.

Era una etapa tranquila. Había aprendido a vivir sin mirar atrás. Me sentía rodeada de gente buena: de Marta, de Carmen, de Angelita… y de mi hermana mexicana, Alicia, que seguía ahí, a pesar de la distancia.

Pero la vida, que a veces parece esperar a que te relajes para golpear, me sorprendió una tarde de agosto.

Sonó el teléfono. Era mi madre.

Su voz sonaba diferente, temblorosa.

—Nuria… tengo que darte una mala noticia. Han operado a tu prima. Tenía cáncer de colon.

Sentí cómo el mundo se me venía encima. Me quedé muda, sin saber qué decir. Solo recuerdo el sonido del mar por la ventana y el silencio que me dejó aquella noticia.

En los días que siguieron, Alicia y Carmen fueron mi mayor apoyo. No me dejaron sola ni un segundo. Me escribían, me llamaban, me recordaban que respirara. Me aferré a ellas, porque sabía que lo que venía iba a ser muy duro.




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