La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 41

Aquella salida que le prometí a mi prima nunca llegó.

Pocos días después la tuvieron que ingresar, y eso me rompió el alma. Todo se había complicado. El cáncer se había extendido demasiado y apenas podía moverse.

Por suerte, Alicia y Carmen fueron mi pilar. Ellas me sostenían cuando sentía que el dolor me vencía. Mi madre y mis hermanas también estaban destrozadas, y hasta mi hermana pequeña, María Jesús —a pesar de no ser prima de sangre—, lloraba como si lo fuera.

A mi prima le estaban inyectando morfina para aliviar su dolor.

Fui a verla un viernes, y me impactó.

La encontré en la cama, tan delgada, tan apagada, que apenas parecía ella. Todos los que estábamos allí llorábamos en silencio, tratando de no hacer ruido, de no molestar a esa calma tan frágil que la rodeaba.

Me senté cerca de ella y le cogí la mano. No quería soltarla.

Mi otra prima se sentó a mi lado y, como intentando distraernos del dolor, empezamos a hablar del tiempo que había pasado, de nuestras vidas, de los recuerdos de la infancia. Yo seguía sujetando la mano de mi prima, sin apartar la mirada de su rostro.

En medio de la conversación, de pronto, se quedó muy quieta.

No se movía, no respiraba.

Nos miramos las tres, aterradas. Su hermana no sabía qué hacer. Pensamos que se había ido.

Y justo cuando el silencio se hizo insoportable, escuchamos un leve suspiro. Respiraba.

Fue un alivio momentáneo, pero dentro de mí supe que quedaba poco tiempo.

Mi madre, que me veía triste, me pidió que saliera un rato a tomar aire.

Fuera hablé con mi tía; ella estaba hablando por teléfono con mi padre para darle la noticia de que su sobrina estaba muy mal. Al rato, nos fuimos del hospital. En el autobús, mi madre me miró y me preguntó qué pensaba, cuánto creía que aguantaría.

—No llega a la noche, mamá —le dije sin dudar.

Y no me equivoqué.

Al día siguiente, un 13 de noviembre, mi madre me llamó temprano. Su voz temblaba.

—Nuria… tu prima ha fallecido.

Sentí que me arrancaban el alma.

Por la tarde fuimos al velatorio. Mis primos estaban allí, todos destrozados. Nadie podía creer que se hubiera ido tan joven y dejando a dos niños chicos; su marido estaba destrozado. La misa fue preciosa, pero muy dolorosa. Yo intenté aguantar las lágrimas, pero cuando vi cómo se llevaban el ataúd, me rompí por dentro. No lloré en voz alta, pero el nudo en la garganta me ahogaba.

En medio de la ceremonia, la madre de mi prima se desmayó. Nos llevamos un susto enorme. Por suerte, al rato se despertó. Cuando nos despedimos, me acerqué a ella y le di un beso.

Ella, entre risas y lágrimas, me dijo:

—Me he despertado porque me acordé de que me parezco a ti.

Sonreí entre lágrimas y le respondí:

—Hoy te dejo que digas eso, tía.

Verla tan mal me dolió en el alma.

Al llegar a casa, mi hermana Paula me escribió preguntando cómo había sido todo. Le conté lo de mi tía y lo que había pasado.

Ella me dijo que mi prima, antes de morir, había confesado que tenía miedo, que no quería morir tan joven.

Fue en ese momento cuando por fin me derrumbé. Lloré sin poder parar.

El lunes siguiente, cuando fui al trabajo, el único que notó lo que me pasaba fue Jesús. Me miró sin decir nada y comprendió que algo dentro de mí se había roto.

La vida tenía que continuar, aunque el vacío era enorme.

Dejé de ir a la tienda donde solía encontrarme con mi prima. Me dolía ver los pasillos donde habíamos reído tantas veces. Cuando pasaba por su calle, bajaba la mirada. No podía mirar su casa, no todavía.

Seguí estudiando. Era mi último año de Psicología, y me aferré a eso como quien se aferra a un salvavidas. Quería terminar la carrera por mí, pero también por ella, por los planes que habíamos hecho juntas, por ese viaje que soñamos y que nunca se cumplió.

Jesús, como buen amigo, no me dejó caer. Me sacaba de casa para distraerme: íbamos al cine, al Burger a comer, o venía a casa a pasar la tarde con mis hijas.

Alicia y Carmen también estaban siempre. Carmen, con su dulzura y sentido del humor, sabía cómo arrancarme una sonrisa. Alicia, con sus mensajes desde México, me llenaba el corazón.

Nunca le conté todo mi dolor a Angelita. Sabía que si lo hacía, se preocuparía demasiado. Solo le dije que mi prima había fallecido. Ella me abrazó fuerte, sin hacer preguntas. A veces, el silencio consuela más que las palabras.

Llegaron las Navidades. Aunque fueron bonitas, el recuerdo de mi prima seguía muy presente.

Encendí una vela por ella la noche del 24 de diciembre. Mientras veía a mis hijas jugar con mi hermana y mis sobrinos, pensé en todo lo que había pasado en los últimos años: en los dolores, las pérdidas, las batallas y los pequeños milagros de amistad que me habían sostenido.

Aun con el corazón herido, supe que tenía que seguir adelante.

Por mí, por mis hijas.

Y también por ella.

Por esos planes que nunca pudimos cumplir.




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