El tiempo seguía pasando, pero dentro de mí todo se había quedado detenido desde aquella llamada, desde la última vez que vi a mi prima respirando con dificultad en aquella cama del hospital. Cerraba los ojos y la seguía viendo allí, tan frágil, tan distinta a la mujer alegre que conocí. A veces, en silencio, me sorprendía hablándole, pidiéndole que me diera fuerzas para seguir adelante. No había noche en la que no pensara en ella.
El año siguiente tampoco fue fácil. Cuando por fin creí que el dolor empezaba a calmarse, la vida me volvió a golpear. Primero se fue un tío mío, y a los dos meses, otro. Tres despedidas en menos de un año. Era demasiado. Me preguntaba hasta cuándo iba a tener que aprender a decir adiós.
El trabajo tampoco ayudaba. Cada día se hacía más pesado. La sobrina de la mujer a la que cuidaba se había instalado y ya no era solo cuidar, también limpiar, aguantar los caprichos, las quejas y las amenazas de echarme si algún día faltaba. Hubo veces en que fui enferma, con fiebre, porque sabía que si pedía un día libre, me lo descontarían o, peor aún, me dejarían sin trabajo.
Por suerte, seguía teniendo a Angelita. Ella me ayudaba mucho con mis hijas. Las recogía del colegio, las cuidaba cuando yo trabajaba y, en los ratos libres, soñábamos despiertas con empezar una nueva vida. —Nos vamos a Escocia, ya verás, allí seremos felices —me decía entre risas mientras tomábamos café. Jesús también se unía a esas conversaciones; siempre tan alegre, tan dispuesto a sacarme una sonrisa cuando más lo necesitaba.
Alicia y Carmen, mis confidentes, fueron mi refugio en los días malos. Con ellas podía llorar sin sentirme débil, reír sin fingir, recordar sin romperme. Y aunque no hablábamos todos los días, sabíamos que estábamos ahí. A veces, cuando la tristeza me apretaba el pecho, les escribía: “Hoy me acuerdo mucho de ella, no puedo dejar de pensar en todo lo que nos faltó vivir”. Ellas sabían qué decir, sin juicios, solo con cariño.
Con David, la guerra había terminado. Había dejado de luchar. Ya no tenía sentido. Nuestras hijas eran lo único que nos unía, y cuando hablaban con él por teléfono, bastaba mirar sus caras para saber cómo había ido. Un día, Jannet llegó llorando. Me contó que se había peleado con su padre, que le echó en cara todo el daño que me había hecho; él negó todo, incluso la infidelidad. La calmé y le dije que no removiera más el pasado, que ya le llegaría su karma.
La vida seguía, con sus días buenos y sus noches de desvelo. Hubo momentos en los que sentía que no podía más. El cansancio me vencía, el cuerpo me pesaba y el alma me dolía. Pero entonces las miraba a ellas, a mis hijas, y encontraba una razón para levantarme otra vez.
Y entre tanto caos, algo bueno pasó: terminé mi carrera. Recuerdo el día que fui a recoger el diploma. Lo tuve en las manos y me temblaron los dedos. Apreté los labios para no llorar. Todo lo que había pasado —el dolor, la lucha, las pérdidas— había valido la pena solo por ese instante. “Lo lograste, Nuria”, me dije en voz baja. Era mi pequeña victoria, mi renacer.
Mi madre estaba orgullosa. —Sabía que ibas a conseguirlo —me dijo sonriendo. Pero yo sentía una mezcla de orgullo y vacío. Era extraño… Tenía el diploma en la mano y, aun así, me sentía sola. No por falta de cariño, sino porque las personas que más quería ya no estaban.
Mi padre había vuelto a Benalmádena tras su divorcio y, aunque al principio fue raro, poco a poco retomamos la relación. Venía a vernos, jugaba con mis hijas y trataba de recuperar el tiempo perdido. Verlo allí, con ellas, me hacía pensar en todo lo que la vida se lleva, pero también en lo que a veces devuelve.
El nacimiento de mi sobrino trajo algo de alegría en medio de tanto duelo. Su llegada fue un soplo de aire fresco, una luz entre tantas sombras. Mi hermana Paula, sin embargo, decidió marcharse a Ibiza con su novio. Recuerdo su despedida, los abrazos y las lágrimas. Otra separación más, otro vacío en casa.
Intentaba seguir una rutina. Por las mañanas, trabajar; por las tardes, estudiar o estar con las niñas; los fines de semana, salir con Angelita o con Jesús. Íbamos al parque, al cine o simplemente a caminar por la playa. Había aprendido que la vida, pese a todo, seguía. Que el dolor no se iba, pero se hacía más llevadero cuando tenías a alguien al lado.
A veces, en los días de lluvia, me sentaba frente a la ventana con una taza de café y miraba el cielo gris. Pensaba en mi prima, en mis tíos, en todo lo perdido. Pero también en lo que aún me quedaba. Me prometí que algún día haría realidad aquel sueño que compartíamos: empezar de cero en otro lugar, donde el pasado no doliera tanto.
Esa idea empezó a crecer en mi cabeza, despacio, como una semilla. Escocia. Siempre Escocia. Angelita y yo hablábamos del viaje una y otra vez, como si al nombrarlo ya lo estuviéramos viviendo. A veces me imaginaba allí, respirando otro aire, sintiendo el frío en el rostro, empezando de nuevo.
No sabía cuándo ni cómo, pero sí tenía claro que no me quedaría estancada. La vida me había quitado mucho, pero también me había enseñado que aún quedaban cosas por vivir, sueños por cumplir, lugares por conocer y personas por descubrir.
Esa noche, al acostarme, miré el diploma sobre la mesita. Lo toqué con cuidado, como si fuera un tesoro. No era solo un papel, era mi prueba de que podía salir adelante, de que después de todo seguía en pie.
Y por primera vez en mucho tiempo, antes de dormir, no lloré. Solo sonreí y susurré al aire:
—Lo logré… y todavía queda mucho por vivir.