La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 43

Tomar la decisión no fue fácil. Había pasado demasiadas noches en vela pensando si hacía bien, si era justo para mis hijas, si de verdad podría empezar de cero lejos de todo lo que conocía. Pero algo dentro de mí me decía que ya había cerrado un ciclo, que quedarme sería quedarme a medias, sin futuro.

Una mañana, mientras tomaba café, le escribí a una amiga que vivía en Escocia. Llevábamos tiempo hablando del país, de su gente, de los paisajes que parecían salidos de una postal. Ella me respondió enseguida, emocionada.

—Nuria, si realmente quieres venir, te ayudo a buscar apartamento —me dijo.

A los pocos días ya me estaba enviando fotos y enlaces de pisos en Inverness, una ciudad preciosa del norte. Decidí esa ciudad porque está a pocas horas de Eilean Donan. Cuanto más veía, más ganas tenía de irme. Me imaginaba allí, caminando entre calles empedradas, respirando el aire frío, mirando esos cielos que parecían infinitos.

Angelita y Jesús se alegraron mucho por mí, aunque la tristeza se les notaba en los ojos.

—Tienes que hacerlo, Nuria —me dijo Angelita mientras me abrazaba—. Has luchado tanto, te mereces ser feliz.

Lamentablemente, Angelita no podía venir conmigo; su hijo estaba en médicos y le era imposible y, aunque eso me ponía triste, lo entendía.

Jesús, por su parte, intentaba bromear para que no llorara.

—Yo te voy a visitar, pero cuando haga menos frío, que allí seguro me congelo —dijo riendo.

Reímos juntos, pero en el fondo sabíamos que esa despedida dolería.

Mi madre también lo tomó con calma, aunque sé que por dentro se le rompía el alma. Habíamos pasado juntas por tanto que separarnos otra vez era como revivir viejas heridas.

—Hija, vete —me dijo una tarde mientras doblábamos ropa—. Aquí ya lo diste todo. Haz tu vida allí, trabaja de lo tuyo, consigue lo que aquí no te dieron.

Asentí, con un nudo en la garganta. Su apoyo significaba más de lo que podía expresar.

Dejar el trabajo fue una liberación. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome explotada, aguantando humillaciones y largas jornadas por un sueldo miserable. El día que entregué la carta de renuncia, sentí que por fin respiraba. Era el cierre de una etapa y el comienzo de otra.

A los pocos días, mi amiga me mandó una oferta de trabajo: una consulta privada en Inverness buscaba una asistente de psicología que hablara español e inglés. Le escribí sin pensarlo.

Pasaron apenas dos días y me llamaron para hacer una entrevista por videollamada. Estaba tan nerviosa que apenas dormí la noche anterior. Me preguntaron por mi experiencia, mis estudios, mis motivos para mudarme a Escocia. Les hablé con el corazón, sin esconder nada.

—He pasado por muchas cosas, pero he aprendido a entender el dolor y a ayudar a otros a superarlo —les dije con la voz temblorosa.

La mujer que me entrevistaba sonrió y asintió.

—Eso, Nuria, es lo que más necesitamos aquí: alguien que entienda desde dentro. Bienvenida a Inverness.

Cuando colgué, me quedé en silencio, sin creerlo. Me había salido trabajo antes incluso de llegar. Rompí a llorar, pero esta vez de alegría. Mi madre me abrazó tan fuerte que casi me deja sin aire.

—Lo ves, hija, las cosas buenas llegan cuando uno no se rinde —susurró.

Los días siguientes fueron un torbellino de trámites: preparar documentos, empacar, avisar al colegio de las niñas, buscar billetes y, sobre todo, intentar no venirme abajo. Cada rincón de la casa guardaba un recuerdo, pero también una herida. Miraba las paredes, las fotos, los juguetes, y sentía que estaba cerrando una vida entera.

Antes de irme, sabía que había algo que debía hacer: despedirme de mis abuelos. Fui al cementerio con un ramo de flores blancas. El cielo estaba nublado, y una brisa suave movía las flores del camposanto. Caminé hasta sus tumbas y me arrodillé, dejando las flores con cuidado.

—Abuelos… me voy a Escocia —susurré, y la voz se me quebró.

Me quedé un rato en silencio, recordando los veranos en su casa, las risas, los olores de la comida, las historias antes de dormir.

—Ojalá pudieran verme ahora, sé que estarían orgullosos. Prometo que voy a salir adelante, por ustedes, por mí, por mis hijas.

El viento sopló con fuerza en ese momento, como si me respondieran, y sonreí entre lágrimas.

Aquella tarde la pasé con mi familia. Mi hermana María Jesús me ayudó con las maletas; Paula, desde Ibiza, me llamó por videollamada llorando; y mi madre no dejaba de preguntarme si llevaba abrigo suficiente.

—Mamá, no me voy a la luna —le decía entre risas.

—No, pero hace el mismo frío —respondía ella secándose las lágrimas.

El día antes del vuelo me senté con Angelita en nuestra cafetería de siempre.

—No sé si estoy preparada —le confesé.

—Sí lo estás. Estás más preparada que nunca. Te lo mereces —me dijo ella con una sonrisa triste.

Nos quedamos en silencio, sabiendo que era una despedida sin fecha.

Esa noche, mientras veía dormir a mis hijas, pensé en todo lo que había vivido. En el dolor, las pérdidas, los comienzos rotos y las segundas oportunidades. Había aprendido que no todo lo que termina es una derrota; a veces es el inicio de algo mejor.

A la mañana siguiente, con las maletas listas y el corazón encogido, salí de casa. Miré una última vez las calles de Benalmádena, mi refugio durante tantos años. El taxi nos esperaba en la puerta.

Mi madre, con los ojos llenos de lágrimas, me abrazó una última vez.

—Ve tranquila, hija. Aquí siempre tendrás tu casa.

—Y ustedes, mi corazón —le respondí, tratando de no llorar.

Durante el vuelo, mientras las nubes quedaban atrás, pensé en lo mucho que había cambiado mi vida. Iba camino a un país nuevo, con otra lengua, otro clima, otra historia. Pero dentro de mí llevaba todo lo vivido, cada dolor y cada aprendizaje.

Cerré los ojos y pensé en mi prima, en mis abuelos, en todos los que se fueron demasiado pronto.




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