El avión aterrizó entre nubes bajas y una llovizna fina que empañaba las ventanillas. Al mirar por la ventanilla, lo primero que vi fue un paisaje de montañas verdes y colinas cubiertas de niebla. Parecía una pintura viva. Escocia me recibió con el sonido del viento y el olor a tierra húmeda, un aroma que me resultó extraño y familiar a la vez.
Cuando bajé del avión, el aire frío me golpeó la cara. Respiré hondo, como si quisiera llenarme de aquel nuevo aire que, de alguna manera, sabía que me iba a cambiar la vida. Las niñas estaban emocionadas; Jannet miraba todo con curiosidad y Lidia reía sin parar.
—Mamá, mira, las nubes están en el suelo —me dijo fascinada.
Sonreí. Esa inocencia me recordó por qué había tomado la decisión de venir.
En el aeropuerto nos esperaba Fiona, mi amiga escocesa, con un cartel improvisado que decía “Welcome home, Nuria!”. Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida.
—Te prometo que vas a amar este lugar —me dijo con una sonrisa cálida.
El trayecto hasta Inverness fue como atravesar un cuento. Los paisajes se sucedían como escenas de película: lagos interminables, bosques espesos, casas de piedra con techos oscuros y ovejas pastando al borde de la carretera. Yo miraba por la ventana intentando grabarlo todo en mi mente.
Cuando llegamos al apartamento, me quedé sin palabras. Era pequeño pero acogedor, con ventanas amplias que dejaban entrar la luz gris del norte. Desde el salón se veía el río Ness, y al fondo, un puente de piedra que parecía sacado de otra época.
—Mamá, parece un castillo —dijo Jannet al ver las chimeneas de las casas vecinas.
—Sí, mi amor, y ahora este es nuestro nuevo hogar —le respondí, intentando que no se me quebrara la voz.
Los primeros días fueron un torbellino de emociones. Había tanto que aprender: el idioma, las costumbres, los horarios. Todo era distinto. Pero a diferencia de otras veces, no me sentía perdida. Había una calma que no recordaba haber sentido en años. Quizás era el silencio de las calles, o la amabilidad de la gente, o simplemente la sensación de empezar de nuevo sin mirar atrás.
El primer día en el trabajo fue inolvidable. La consulta estaba en una zona tranquila, cerca del centro. Era un edificio antiguo, con paredes de piedra y una puerta azul. Me presentaron al equipo y me sentí bienvenida desde el primer momento. La directora, una mujer amable llamada Margaret, me dijo:
—Aquí no tratamos solo mentes, tratamos almas, y tú tienes una historia que te ayudará a comprender las de otros.
Sus palabras se me quedaron grabadas. No sabía si estaba preparada para ayudar a otros después de todo lo que había vivido, pero decidí intentarlo. Poco a poco, cada paciente que escuchaba, cada historia que compartían, me ayudaba también a sanar un pedazo de mí.
Las niñas se adaptaron más rápido de lo que imaginé. En el colegio hicieron amigos enseguida, y cada día llegaban contando cosas nuevas.
—Mamá, hoy aprendí a decir “thank you” y “good morning” —me decía Lidia con su acento recién nacido.
Jannet, más reservada, me contaba que le gustaba la profesora y que las clases eran muy diferentes, más tranquilas, más libres.
Verlas sonreír me daba paz. Era como si por fin estuvieran donde debían estar.
Los fines de semana los dedicábamos a explorar Inverness. Caminábamos junto al río, donde los cisnes nadaban tranquilos y los niños corrían por los senderos. Visitábamos pequeños cafés con olor a pan recién hecho, librerías donde el tiempo parecía detenerse y mercados donde siempre encontraba algo que me recordaba a casa: una bufanda de colores cálidos, un pan dulce, una canción en español que sonaba de fondo.
A veces, mientras caminaba por la ciudad, pensaba en mi prima. En los lugares que soñábamos visitar juntas, en las risas que nunca tuvimos tiempo de compartir. Había momentos en los que la imaginaba caminando a mi lado, disfrutando del paisaje, comentando lo hermoso que era todo.
—Mira, prima —le decía en silencio—, al final sí vine. Lo hice por ti, por mí, por las dos.
Por las noches, cuando las niñas dormían, hablaba por teléfono con mi madre y con Angelita.
—¿Hace mucho frío? —me preguntaba siempre mi madre.
—Un poco, pero me gusta. Aquí el frío no duele tanto como en otros lugares.
—Eso es porque el corazón está más calentito ahora —me decía riendo.
Angelita, por su parte, seguía soñando con venir algún día.
—Nuria, si supieras lo feliz que me hace saberte allí… tienes que enseñarme fotos del río, del puente, de todo —me insistía.
Les mandaba vídeos, les mostraba los paisajes desde la ventana y a veces, entre risa y melancolía, les decía que algún día nos reuniríamos allí.
En poco tiempo, empecé a sentir que Escocia me curaba. No era solo el cambio de país, era la sensación de respirar sin miedo. Allí nadie me juzgaba, nadie me recordaba lo que había pasado. Podía ser simplemente yo.
Hice nuevas amistades: compañeras del trabajo, vecinas que me invitaban a tomar té, madres del colegio que me incluían en sus reuniones los sábados. Una de ellas, Claire, me enseñó a preparar un pastel típico y a pronunciar bien los nombres de las calles.
—Tienes un acento bonito —me dijo un día—. No lo pierdas, te hace especial.
Sonreí. Nunca nadie me había dicho algo así.
Con el paso de los meses, empecé a entender por qué mi amiga Fiona me había dicho que amaría este lugar. Inverness no era solo una ciudad; era un refugio. Sus calles empedradas, su gente amable, el sonido del río y ese cielo cambiante que nunca se cansaba de mostrar tonos distintos de gris y azul. Todo tenía algo de mágico, algo que hacía que incluso los días tristes se sintieran llevaderos.
A veces, al regresar del trabajo, me sentaba junto a la ventana del salón con una manta y una taza de té. Miraba cómo la niebla cubría lentamente el río, y me sentía en paz.
Había luchado tanto por llegar hasta allí que, por fin, sentía que valía la pena cada lágrima, cada caída, cada pérdida.