Ya había pasado más de un mes desde aquella primera mirada en la biblioteca. A veces pensaba que todo había sido una simple coincidencia, pero él siempre volvía a aparecer, casi como si el destino se empeñara en recordarme que los encuentros más importantes llegan sin buscarlos.
Cada viernes, después del trabajo, iba a la biblioteca con la excusa de buscar algún libro nuevo, aunque en el fondo sabía que esperaba verlo. A veces llegaba antes que yo, concentrado en su lectura, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz. Otras, aparecía más tarde, caminando tranquilo entre los pasillos, saludando con una leve sonrisa que ya empezaba a resultarme familiar.
Esa tarde, la lluvia golpeaba los cristales con fuerza. Me refugié entre los estantes de literatura inglesa, hojeando un libro de Jane Austen. Entonces lo vi acercarse, con paso sereno, hasta detenerse a mi lado.
—Pride and Prejudice —dijo en voz baja, con un acento suave pero marcado—. Es uno de mis favoritos.
Levanté la vista sorprendida.
—¿Ah, sí? —dije sonriendo—. Es la primera vez que lo leo en inglés. Me cuesta un poco todavía.
—Te entiendo —respondió sonriendo también—. Pero Austen tiene esa forma de escribir que no necesita traducción.
Asentí, notando cómo el corazón me latía más rápido de lo normal.
—Soy James, por cierto —añadió, extendiendo la mano.
—Nuria —contesté estrechándola.
Su apretón fue firme, cálido. Durante unos segundos, el tiempo pareció detenerse entre los estantes y el sonido de la lluvia.
—Te he visto por aquí otras veces —dijo, rompiendo el silencio.
—Sí, vengo bastante. Me gusta este lugar.
—A mí también. Tiene algo… tranquilo.
—Y necesario —añadí, sonriendo.
James me devolvió la sonrisa, una de esas que desarman sin esfuerzo. No hablamos mucho más. Se despidió con un “See you around”, y se alejó con un libro bajo el brazo. Pero esa tarde, cuando salí a la calle, la lluvia ya no me pareció tan fría.
Los días siguientes volví a mi rutina. El trabajo en la consulta seguía bien, aunque exigente. Hablar con personas que buscaban sanar sus heridas me hacía pensar en las mías propias. A veces, al escuchar sus historias, me sorprendía encontrando en ellas un reflejo de mi pasado.
Mis hijas seguían felices en el colegio. Cada mañana salían riendo, con sus mochilas más grandes que ellas, saludando a sus amigas. Era un alivio verlas crecer sin miedo, sin tensión, sin los gritos de un hogar infeliz.
Con mis amigas, la vida también se había vuelto más ligera. Angelita seguía siendo mi confidente, aunque ahora las llamadas eran menos tristes y más de risas. Marta me contaba desde España que había conocido a alguien, y yo sonreía al escucharla.
—¿Y tú, Nuria? —me preguntó una tarde—. ¿No hay nadie por ahí que te haga sonreír?
—Solo un chico de la biblioteca que sabe mucho de libros —le respondí entre risas.
—Ajá… —dijo con tono pícaro—. Empiezan hablando de libros y acaban tomando té juntos.
—No, Marta. Es solo un saludo.
Pero aunque lo negara, en el fondo algo dentro de mí se había movido.
Los fines de semana, mis nuevas amigas escocesas me sacaban a tomar algo. A veces íbamos a un café con música en vivo, otras simplemente caminábamos por las calles iluminadas de Inverness, con bufandas hasta la nariz y los bolsillos llenos de risas. Me gustaba esa sensación de libertad, de no tener que rendir cuentas a nadie.
Un día, revisando los mensajes del teléfono, vi uno inesperado: Susana, la mujer del hermano de David.
—Hola, Nuria, ¿cómo estás? Sé que hace años no hablamos, pero necesitaba contarte algo.
La curiosidad me pudo, así que le respondí.
Terminamos hablando largo rato. Me contó que también se había divorciado, que la historia se repitió, que su ex hacía exactamente lo mismo que David: no pagar la manutención, poner excusas, desaparecer cuando le convenía.
—Parece que tienen un manual —le dije entre resignada y triste.
—Sí —me respondió—. Pero lo importante es que tú saliste de ahí antes que yo.
Sus palabras me hicieron pensar. A veces el tiempo pone las piezas en su sitio y demuestra que salir a tiempo no fue cobardía, sino valentía.
Volví a la biblioteca unos días después. No esperaba verlo, pero allí estaba, sentado en la misma mesa de siempre. Cuando me vio, me saludó con la mano, y esta vez me invitó a sentarme frente a él.
—¿Te importa si me siento aquí? —pregunté.
—En absoluto. Es un placer tener compañía para leer —contestó con esa voz pausada que empezaba a reconocer entre muchas.
Durante un buen rato, cada uno estuvo concentrado en su libro. No era necesario hablar; el silencio tenía su propio lenguaje. De vez en cuando, levantábamos la vista y nos sonreíamos, como si ambos entendiéramos que aquello, sin saber cómo, se estaba volviendo una rutina que esperábamos.
Antes de irme, él se inclinó ligeramente hacia mí.
—¿Sabes? Me alegra verte por aquí.
—A mí también me alegra verte —respondí casi en un susurro.
Nos despedimos como siempre, con una sonrisa, y me fui con el corazón un poco más ligero.
Esa noche, mientras preparaba la cena, recordé algo que me había dicho mi madre antes de viajar a Escocia:
"Cuando dejes de buscar el amor, aparecerá donde menos lo imagines."
Quizá tenía razón.
Aún no sabía quién era realmente James, ni qué papel jugaría en mi vida. Pero había algo en su forma de mirarme, en su calma, que me hacía sentir que tal vez, después de todo, el amor no siempre llega con fuego ni tormenta… a veces llega con la suavidad de una tarde de lluvia en una biblioteca escocesa.