La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 47

Nunca olvidaré aquel sábado gris de Inverness. Había terminado de revisar unos informes en la consulta y decidí pasar por la biblioteca antes de volver a casa. Lloviznaba, como casi siempre, pero la lluvia en Escocia tiene algo distinto… no molesta, más bien acaricia.

Allí estaba él, como de costumbre, en la misma mesa junto al ventanal que daba al río. James levantó la vista del libro, sonrió con esa calma suya y me saludó con un gesto de cabeza. Era una rutina que, sin querer, se había vuelto necesaria.

Aquel día, antes de salir, se acercó. Llevaba un libro en la mano —uno de esos de portada desgastada— y con una voz tranquila me dijo:

—Creo que te gustará este. Habla de segundas oportunidades… y de cómo a veces los nuevos comienzos llegan cuando menos los esperamos.

Lo miré sorprendida.

—¿Me lo recomiendas o es una indirecta? —le dije con una sonrisa tímida.

—Ambas cosas —respondió, riendo suavemente—. Pero puedo explicarte mejor si me acompañas a tomar un café.

Acepté sin pensarlo demasiado. Caminamos por las calles empedradas de Inverness, envueltas en ese aire frío que corta la respiración, hasta llegar a un pequeño café con vistas al río Ness. El lugar olía a café recién molido y a madera húmeda; en las paredes colgaban fotografías antiguas de la ciudad.

—Vine aquí por primera vez con mi padre —me contó James mientras miraba por la ventana—. Murió hace cinco años, y desde entonces, vengo de vez en cuando. Es como una forma de seguir hablando con él.

Lo escuché en silencio. No necesitaba decir mucho; su voz transmitía una mezcla de melancolía y fortaleza.

—A veces no hace falta hablar —le dije—. Hay lugares que nos escuchan sin pedir explicación.

Asintió, mirándome con esos ojos claros que parecían ver más allá de lo evidente. Durante unos segundos, el tiempo se detuvo. No fue incómodo; fue… sereno.

Me preguntó por mi vida, y por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo de contar. Le hablé de mis hijas, del motivo que me trajo a Escocia, del deseo de empezar de nuevo. No entré en detalles sobre David ni en el dolor que dejé atrás, pero James pareció entenderlo sin necesidad de palabras.

—Has pasado por mucho —dijo con voz baja—. Pero mírate ahora, estás aquí, en un país nuevo, criando a tus hijas, trabajando en lo que te gusta… Eso dice mucho de ti.

Sus palabras me desarmaron. Hacía años que nadie me hablaba con tanta sinceridad, sin juzgarme ni compadecerme.

Salimos del café y caminamos junto al río. El sol comenzaba a ocultarse entre las nubes, tiñendo el agua de tonos dorados. Las luces del puente reflejaban destellos sobre la superficie, y por primera vez en mucho tiempo, sentí paz.

—Inverness tiene algo especial —dije observando el paisaje—. Es tranquila, pero al mismo tiempo… parece que guarda historias.

—Quizá porque todos los que vivimos aquí traemos la nuestra —contestó él—. Y este lugar nos enseña a hacer las paces con ellas.

Nos quedamos en silencio, mirando el río. No había prisa. No había miedo. Solo el murmullo del agua y el viento moviendo las hojas.

Cuando me despedí, James me acompañó hasta la esquina donde empezaba mi calle.

—¿Vendrás a la biblioteca el próximo sábado? —preguntó.

—Si no llueve tanto, sí —le respondí sonriendo.

—En Escocia siempre llueve, Nuria —dijo riendo—. Así que no tienes excusa.

Nos despedimos con una sonrisa. Mientras lo veía alejarse, supe que algo en mí había cambiado. No era amor todavía, era esperanza. Y después de tanto tiempo, eso ya era mucho.

Aquella noche, mientras mis hijas dormían, me quedé mirando por la ventana. Afuera llovía, y por primera vez en años, el sonido de la lluvia no me entristeció. Pensé en James, en su calma, en su forma de mirar el mundo… y en lo bien que se sentía volver a creer que, tal vez, la vida todavía tenía algo hermoso reservado para mí.




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