Los días en Inverness comenzaban a parecerse unos a otros, pero en el buen sentido. La rutina del trabajo, las risas de mis hijas al volver del colegio, las tardes de lectura en la biblioteca… todo tenía un ritmo tranquilo, sereno, como si por fin mi vida hubiera encontrado su lugar.
James y yo seguíamos coincidiendo cada semana. A veces hablábamos apenas unos minutos; otras, nos quedábamos conversando durante horas sin darnos cuenta del tiempo. No sé en qué momento dejó de ser “aquel hombre que siempre está en la biblioteca” para convertirse en alguien cuyo nombre buscaba con la mirada apenas cruzaba la puerta.
Una tarde, mientras él hojeaba un libro de historia escocesa y yo trataba de concentrarme en mis apuntes, me preguntó sin levantar la vista:
—¿Tienes algún sitio de Escocia que sueñes con conocer?
Sonreí. La respuesta me salió sin pensar.
—Sí. Eilean Donan.
—El castillo del lago —dijo con una sonrisa—. ¿Por qué ese lugar?
—Lo vi en una foto hace años. No sé… tiene algo mágico, como si el tiempo se detuviera allí. Siempre soñé con verlo algún día, sentir ese silencio, ese paisaje.
—Entonces iremos —dijo tan tranquilo, como si fuera lo más natural del mundo.
Levanté la vista, sorprendida.
—¿Iremos? —repetí.
—Claro. No puedes vivir en Escocia sin conocer Eilean Donan. Te llevaré cuando tengas un fin de semana libre.
No supe qué contestar. Me limité a reír y a fingir que volvía a mis apuntes, pero mi mente ya no estaba allí. Aquel “iremos” me quedó flotando durante días.
Esa tarde hablamos de muchas cosas. De su infancia en un pequeño pueblo al norte de Inverness, de su madre que era profesora de arte, de su amor por la fotografía. En un momento de la conversación, no sé cómo salió el tema de las edades.
—Cumplí treinta en septiembre —dijo mientras bebía un sorbo de té.
Sentí un pequeño vuelco en el pecho.
—¿Treinta? —pregunté intentando disimular mi sorpresa.
—Sí, ¿por qué?
—Por nada… solo que pensaba que eras mayor.
Él sonrió.
—¿Eso es bueno o malo?
—Depende —contesté sonriendo también, aunque por dentro me invadió una sensación extraña.
Esa diferencia de cinco años no debería haber significado nada, pero para mí lo hacía. Quizás por todo lo vivido, por las cicatrices que llevaba dentro, por la necesidad de estabilidad. Me repetí a mí misma que James era solo un amigo, alguien con quien podía hablar sin miedo, nada más. Pero en el fondo sabía que empezaba a sentir algo más profundo.
Las semanas pasaron y, aunque traté de poner distancia, nuestras coincidencias parecían inevitables. Cada vez que iba a la biblioteca, él estaba allí, esperándome con una sonrisa y alguna recomendación de lectura. A veces hablábamos del clima, otras de libros o de mis hijas. James no tenía hijos, pero escuchaba con paciencia mis historias sobre Jannet y Lidia. Le hacía gracia cuando le contaba las ocurrencias de las niñas, y siempre me decía que debía escribir un libro con ellas.
Mi vida, mientras tanto, seguía su curso. El trabajo en la consulta marchaba bien, aunque las tardes eran largas. En los ratos libres hablaba con mis amigas: con Carmen y Alicia por videollamada, con Angelita casi cada noche. Me contaban las novedades de Benalmádena, los chismes del barrio y las anécdotas que tanto echaba de menos.
Una tarde, también hablé con Susana, la exmujer del hermano de David. Me sorprendió su llamada, pero me alegró escucharla.
—Nuria, ahora entiendo todo lo que pasaste —me dijo con voz triste—. Ahora estoy pasando por lo que tú pasaste con la manutención; ahora entiendo tantas denuncias que le ponías; yo voy a tener que hacer lo mismo.
—Lo siento mucho, Susana —le dije con sinceridad—. No es justo, pero algún día te sentirás en paz. Créeme.
Después de colgar, me quedé un rato mirando por la ventana. Afuera caía una lluvia fina, y las luces del atardecer teñían la ciudad de tonos anaranjados. Pensé en todo lo que había cambiado en tan poco tiempo. Ya no me dolía hablar de David; ahora solo era un recuerdo lejano, una etapa superada.
Las niñas se habían adaptado bien al colegio. Tenían nuevas amigas y cada día llegaban a casa con historias nuevas. Las veía felices, y eso era lo más importante. A veces, por las tardes, paseábamos por las orillas del río Ness, mirando los cisnes y lanzando piedrecillas al agua. Esos momentos eran mi refugio, mi pequeña recompensa después de tanto dolor.
Y, sin embargo, cada vez que cruzaba la puerta de la biblioteca y veía a James, sentía una calma que no sabía describir. No era solo atracción, era algo más profundo, algo que me hacía sentir acompañada sin necesidad de palabras.
Una tarde, mientras me despedía de él, me dijo en español con su acento imperfecto:
—Hasta luego, Nuria. Cuídate.
Me reí al escucharlo.
—Tu español mejora —le dije.
—Solo contigo —respondió sonriendo—. Tendrás que seguir enseñándome.
En la soledad de mi salón, mientras mis hijas dormían, abrí el portátil para escribir a Alicia.
“Creo que aquí empieza algo bonito. No sé qué, pero me hace bien.”
No sé si Alicia alcanzó a leer el mensaje esa noche. Pero yo, por primera vez en muchos años, me dormí con el corazón en calma y la sensación de que el destino, de alguna forma, me había llevado exactamente al lugar donde tenía que estar.