La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 49

El mes de noviembre siempre me resultó triste, pero desde hace dos años se había convertido en un recordatorio doloroso. Era el mes en que perdí a mi prima, mi princesa guerrera, mi amiga de la infancia. Aquella herida, aunque el tiempo la había suavizado, seguía abierta.

Esa mañana me levanté con una sensación extraña. En la cocina, mientras preparaba el desayuno para las niñas, miré por la ventana. El cielo gris y la llovizna parecían acompañar mi estado de ánimo. No tenía ganas de hablar, ni de ir a trabajar. Todo me pesaba.

Jannet se dio cuenta enseguida.

—Mamá, ¿estás bien?

—Sí, cariño… solo estoy un poco cansada.

No quise que me viera así, pero me conocía demasiado bien. Cuando las dejé en el colegio, me fui a caminar por las calles mojadas de Inverness. Cada paso me llevaba de vuelta a los recuerdos: las risas con mi prima, nuestras conversaciones interminables, los planes que hicimos y nunca cumplimos. Sobre todo, aquel viaje que soñamos juntas a Escocia y que solo yo había realizado.

Terminé entrando a la biblioteca, buscando refugio. Allí estaba James, sentado en su mesa de siempre, con un libro entre las manos. Me vio y enseguida notó que algo no iba bien.

—Hey… —dijo con voz suave—. Hoy no tienes la misma sonrisa.

Intenté fingir que todo estaba bien, pero no pude. Me senté frente a él, bajé la vista y susurré:

—Hoy se cumplen dos años desde que murió mi prima.

No dijo nada al principio. Cerró el libro con calma y me miró con esos ojos claros que parecían entender más de lo que decía.

—Lo siento, Nuria. No sabía… —me dijo en voz baja—. ¿Quieres hablar de ella?

Asentí. Durante unos minutos le conté cómo era: su risa contagiosa, su forma de ver la vida, nuestros encuentros en la calle, cómo nos decíamos a gritos lo mucho que nos queríamos y cómo la enfermedad la fue apagando poco a poco. Hablé sin filtros, con lágrimas en los ojos.

—Ella era como una hermana para mí —dije con un nudo en la garganta—. Prometimos hacer juntas tantas cosas… venir aquí, ver los castillos, los lagos… y ahora todo eso me parece incompleto.

James se levantó despacio y me ofreció su mano.

—Ven.

No entendí qué quería hacer, pero lo seguí. Salimos de la biblioteca y caminamos por el puente que cruza el río Ness. La lluvia caía fina, casi invisible, y el aire frío me golpeaba el rostro.

—Mi padre murió hace cinco años —dijo de pronto—. Y todavía, a veces, lo busco entre la gente. No sé si uno llega a superar del todo la ausencia de alguien, pero se aprende a vivir con ella.

Lo miré en silencio.

—¿Y cómo lo haces? —pregunté.

—Recordando lo bueno y no el final —respondió—. Y agradeciendo cada día haberlo tenido.

Sentí que aquellas palabras me aliviaban, como si alguien me quitara un peso del pecho. Caminamos un rato sin hablar. Luego, al llegar a la orilla del río, nos detuvimos. Él me miró de frente.

—Nuria, te veo venir aquí cada semana, sonriente, fuerte… pero también con tristeza en los ojos. Y hoy, al verte así, no puedo seguir callando.

Fruncí el ceño sin entender.

—¿Callando qué?

Respiró hondo.

—Que me gustas. No desde hoy… desde hace tiempo. Me gusta cómo hablas, cómo miras, cómo sonríes cuando hablas de tus hijas.

Me quedé muda. No supe qué decir. El corazón me latía rápido, pero mi mente se llenó de dudas.

—James… no puedes decir eso.

—¿Por qué no? —preguntó con suavidad.

—Porque no es tan sencillo.

Me giré hacia el río para evitar su mirada.

—Tú tienes treinta años, James. Yo tengo treinta y cinco, dos hijas, un pasado complicado… No es justo para ti.

—No me importa la edad, Nuria. Ni tu pasado. Solo veo a la mujer que tengo delante, la que me hace querer quedarme más tiempo en este lugar cada vez que la veo.

Cerré los ojos. Quise creerle, pero el miedo me ganó.

—No quiero hacerte daño —susurré.

—Y yo no quiero que te alejes —respondió él—. Solo déjame estar cerca, aunque sea como ahora.

No pude evitar llorar. Él no me tocó, solo se quedó a mi lado, en silencio, mientras mirábamos el agua correr. Fue el gesto más puro de todos: estar presente sin pedir nada a cambio.

Cuando la lluvia se hizo más intensa, caminamos de regreso. En la puerta de la biblioteca me detuve.

—Gracias, James —dije—. Por acompañarme hoy.

—Siempre —contestó con una sonrisa triste—. Siempre que me dejes.

Fui a recoger a mis niñas al colegio, que me recibieron con abrazos.

Esa noche, al llegar a casa, las niñas me enseñaron los dibujos que habían hecho en el colegio. Cenamos las tres juntas, y por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a paz.

Más tarde, cuando me quedé sola en el sofá, pensé en James. En su mirada sincera, en su forma de entender mi dolor sin necesidad de palabras. Quizás no estaba lista para enamorarme de nuevo, pero su presencia me había recordado algo que creía olvidado: que todavía era capaz de sentir.




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