Los días siguientes a la confesión de James fueron confusos. Me sentía dividida entre la razón y el corazón. No podía negar lo que había sentido cuando me dijo que le gustaba, pero tampoco podía permitirme volver a sufrir. Después de todo lo vivido, cualquier muestra de cariño me asustaba.
Intenté mantener distancia. Iba a la biblioteca en horarios diferentes, pero de algún modo siempre coincidíamos. A veces me saludaba de lejos, otras solo dejaba una nota junto a mis libros: “Que tengas un buen día, Nuria.”
Era discreto, respetuoso… y esa forma suya de no insistir era justo lo que me mantenía cerca.
Una tarde, mientras hablaba con Angelita por videollamada, ella me miró con picardía.
—A ver, cuéntame quién es ese escocés del que hablas sin darte cuenta.
—¿De qué hablas? —intenté disimular.
—Nuria, te conozco. Cuando sonríes así es porque hay alguien.
No supe qué decirle. Me reí y cambié de tema, pero ella no se dejó engañar.
—Solo te diré una cosa, amiga: no todos son como David. No te cierres a la vida.
Aquella frase se me quedó dando vueltas todo el día. Tal vez tenía razón. Tal vez era momento de dejar de vivir con miedo.
Esa misma semana, mientras recogía a las niñas del colegio, James me esperó frente a la verja.
—Hola —dijo, algo nervioso—. Sé que puede sonar atrevido, pero… ¿Quieres que te lleve este fin de semana a Eilean Donan?
Lo miré sin saber qué decir.
—¿A Eilean Donan? —repetí.
—Sí. Dijiste que era tu sueño, y pensé… bueno, pensé que podríamos ir los cuatro. —Señaló a las niñas, que ya lo saludaban con una sonrisa tímida—. Es un sitio tranquilo, y puedo conducir.
No supe negarme. Había algo en su mirada que transmitía paz, no promesas.
—Está bien —dije al fin—. Pero solo si tú no te molestas en soportar a dos niñas preguntonas.
—Encantado —contestó riendo—. Soy muy bueno respondiendo preguntas imposibles.
El sábado amaneció despejado, algo poco común en Escocia. Las niñas estaban emocionadas; prepararon sus mochilas con meriendas, galletas y sus juguetes favoritos. James llegó puntual, con el coche limpio y una sonrisa que iluminaba la mañana.
El viaje hasta Eilean Donan fue largo, pero hermoso. El paisaje parecía sacado de un cuadro: colinas verdes, lagos que reflejaban el cielo, ovejas pastando a los lados de la carretera. Las niñas iban encantadas, haciendo preguntas sobre todo lo que veían. James respondía con paciencia infinita, contándoles historias de castillos y guerreros escoceses.
—¿Y tú vivías en un castillo, James? —preguntó Lidia desde el asiento trasero.
—No, pero prometo que si encuentro uno libre, os invito a vivir conmigo.
Jannet se rio y lo miró con simpatía.
—¿Tú eres amigo de mamá?
—Sí —dijo él con sencillez—. Un amigo que la admira mucho.
Lo observé de reojo. Había algo en su tono que me llegó al alma.
Cuando por fin llegamos, el castillo apareció frente a nosotros, majestuoso, rodeado de agua y montañas. Era tal y como lo había imaginado, incluso más. Sentí un nudo en la garganta.
—Mamá, ¿ese es el castillo que querías ver? —preguntó Jannet.
Asentí sin poder hablar.
James aparcó el coche y me ofreció la mano para bajar.
—Bienvenida a tu sueño —susurró.
Caminamos juntos hasta el puente de piedra que llevaba al castillo. Las niñas corrían delante, riendo, mientras el viento nos despeinaba. Me quedé mirando aquel paisaje y, por un instante, tuve la sensación de que mi prima estaba allí conmigo. Recordé nuestras promesas, nuestras risas, y las lágrimas me brotaron sin aviso.
James lo notó.
—¿Estás bien?
—Sí… —contesté con la voz temblorosa—. Es solo que… este lugar era uno de nuestros sueños. Ella quería venir aquí conmigo.
Él se acercó despacio.
—Entonces hoy estás cumpliendo ese sueño por las dos.
No pude contener el llanto. James me rodeó con su brazo, sin decir nada, y me dejó llorar en silencio mientras las olas chocaban contra las rocas. No hubo palabras, solo esa presencia cálida que decía más que cualquier consuelo.
Después de un rato, me separé y sonreí.
—Gracias por traerme aquí.
—No tienes que agradecerme nada. Me gusta verte feliz.
Pasamos el resto del día explorando el castillo. Las niñas estaban fascinadas; corrían por los pasillos, miraban las armaduras y preguntaban si había fantasmas. James las seguía divertido, como si fuera parte de la familia desde siempre.
—Se dice que hay un fantasma español, que solo molesta a los extranjeros. —dijo James riéndose; mis niñas se rieron con el aliento al escuchar lo de los fantasmas.
Cuando el sol empezó a ocultarse, nos sentamos frente al lago a comer los bocadillos que habíamos llevado. El cielo se tiñó de tonos rosados y el reflejo del castillo en el agua parecía un sueño.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo él.
—Sí… —respondí—. Nunca imaginé vivir algo así.
Nos quedamos en silencio unos segundos, mirando el horizonte. Las niñas jugaban con piedras cerca del agua.
—Nuria —dijo James con voz baja—. No quiero que pienses en lo que nos separa, sino en lo que nos une. Me gusta estar contigo… y con ellas.
—James, no sé si estoy lista… —susurré.
—No te pido nada. Solo estar cerca.
Le sonreí. Tal vez, por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Tal vez, ese día frente a Eilean Donan, entendí que la vida me estaba dando una segunda oportunidad… y que merecía dejarme querer, sin prisas, sin promesas, solo con verdad.