La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 52

Las semanas pasaban más rápido de lo que imaginaba. Las niñas estaban felices en el colegio, cada vez con más amigos, y eso me daba tranquilidad. Yo seguía con mi trabajo en la consulta, adaptándome poco a poco al ritmo escocés, a los horarios, al clima, a ese cielo que cambiaba de color cada diez minutos.

La rutina se había vuelto amable: las mañanas de trabajo, las tardes en casa con ellas y, de vez en cuando, los encuentros con James.

Al principio eran conversaciones breves en la biblioteca o en alguna cafetería del centro, pero poco a poco fuimos compartiendo más. No había día en que no me hiciera reír con su humor escocés, ni semana en que no apareciera con algún detalle: un libro, una flor o simplemente su compañía.

Una tarde gris, mientras esperábamos a que dejara de llover, me habló de Culloden.

—Sé que te gusta la historia —me dijo con esa voz suave que tenía—. ¿Te gustaría conocer el campo de batalla?

Sonreí. Llevaba años soñando con visitar ese lugar, desde que supe de su historia.

—Claro que sí —respondí emocionada—. Siempre quise verlo con mis propios ojos.

Aquel sábado, James vino a buscarnos temprano. Las niñas estaban encantadas; para ellas todo era una aventura. El camino desde Inverness era tranquilo, con praderas verdes y un cielo tan nublado que parecía a punto de romperse. Yo iba mirando por la ventana, en silencio, pensando en lo extraño que era sentirme tan en paz con alguien después de tanto dolor.

Cuando llegamos, el viento soplaba con fuerza. El campo de Culloden se extendía ante nosotros, inmenso y silencioso, como si el tiempo allí se hubiera detenido.

James me miró con una sonrisa.

—Aquí terminó una historia… y empezaron muchas otras —dijo.

Caminamos despacio. Las niñas jugaban cerca del sendero, recogiendo flores secas y hojas caídas. Yo miraba a mi alrededor, imaginando las voces, los tambores, el ruido de las espadas que un día resonaron allí.

—No puedo evitar sentir tristeza —dije en voz baja—. Pienso en todos esos hombres que murieron luchando por su tierra, por su libertad.

James asintió.

—Los escoceses llevamos Culloden en el alma. Nos recuerda lo que perdimos… y también lo que somos capaces de soportar.

Me quedé callada. Esas palabras me tocaron algo por dentro. Tal vez porque, de alguna forma, yo también había librado mis propias batallas, perdido mis propias guerras y sobrevivido a todo.

Nos detuvimos frente a una gran piedra con inscripciones. “Clan Fraser”, leí en voz baja.

—Cada piedra representa a un clan —explicó James—. Cada nombre, una historia.

Sentí los ojos humedecerse sin poder evitarlo.

—Toda mi vida fue una batalla —confesé—. Y a veces pienso que no gané ninguna.

James me miró en silencio unos segundos antes de hablar.

—A veces sobrevivir ya es ganar, Nuria.

El viento sopló con más fuerza, moviendo mi cabello. En ese momento, sin pensarlo, James me tomó la mano. No dijo nada, solo la sostuvo, como si ese gesto fuera suficiente. Y lo fue. Porque en ese instante supe que no estaba sola, que había alguien dispuesto a caminar conmigo sin exigencias, sin prisas, sin sombras.

Las niñas se acercaron corriendo, riendo, y rompieron el silencio.

—Mamá, mira esta piedra, tiene un corazón tallado —dijo Lidia.

—Quizá alguien quiso dejar un recuerdo —respondió James, sonriendo.

Nos quedamos un rato más, observando el paisaje. Luego, mientras volvíamos al coche, James me miró de reojo.

—¿Sabes? Cuando te veo aquí, en este país, con tus hijas, siento que estás justo donde debías estar.

—¿Y tú? —pregunté sonriendo—. ¿Dónde crees que deberías estar tú?

—Aquí también —respondió sin dudar.

De camino a casa, las niñas se durmieron en el asiento trasero. El silencio entre nosotros no era incómodo; era tranquilo, cálido, como si el viaje hubiera sellado algo sin necesidad de palabras.

Cuando llegamos, James me ayudó con las niñas. Antes de despedirse, se acercó y me dijo:

—Gracias por dejarme compartir este día contigo.

—Gracias a ti —respondí—, por recordarme que incluso los lugares donde hubo dolor pueden volver a ser hermosos.

Él sonrió, me acarició la mejilla con ternura y se marchó.

Esa noche, mientras observaba a mis hijas dormir, pensé en Culloden. En cómo los escoceses honraban a sus muertos sin olvidar, pero también sin quedarse en el dolor. Tal vez eso era lo que debía hacer yo: honrar mi pasado, pero seguir avanzando.

Y antes de dormir, escribí en mi diario una frase que aún hoy guardo:

“En Culloden entendí que las batallas no siempre se ganan con espadas. A veces, sobrevivir y seguir caminando ya es una victoria.”




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