James me había invitado a cenar varias veces, pero siempre encontraba una excusa: el trabajo, las niñas, el cansancio.
En realidad, lo que me frenaba no eran las circunstancias, sino el miedo.
Miedo a repetir los mismos errores, a volver a entregar mi corazón a alguien que tal vez un día se iría también.
Pero esa tarde, cuando lo vi aparecer frente a mi casa con esa sonrisa tranquila y una cesta de pan bajo el brazo, no pude negarme.
—Prometo que no es una cena formal —me dijo con ese acento que hacía que las palabras sonaran más suaves—. Solo comida casera y buena compañía.
Sonreí. —Está bien, pero si mis hijas se portan mal, no te asustes.
Llegamos a su casa poco antes de que anocheciera. Era una vivienda sencilla, con paredes claras y olor a madera. Las niñas se acomodaron enseguida en el sofá, observándolo todo con curiosidad.
James les habló con una naturalidad que me sorprendió, como si las conociera de toda la vida.
—¿Queréis ayudarme con la cena? —les preguntó.
Jannet, entusiasmada, asintió enseguida. Lidia lo imitó con una sonrisa.
Desde la mesa, los miraba mover ingredientes, reírse por tonterías, hablar en una mezcla de inglés y español que los tres entendían a su manera.
Yo no intervenía. Me limité a observar, y sin querer, a comparar.
David jamás habría hecho algo así. Jamás habría tenido paciencia, ni esa forma de hacer sentir a los demás que importan.
Durante la cena, la conversación fue ligera. Hablamos del colegio, del trabajo, de cómo las niñas se estaban adaptando a Escocia.
En un momento, James me miró y me dijo con sinceridad:
—Tienes suerte, Nuria. Tienes dos hijas maravillosas.
—Lo sé —respondí sonriendo—. Ellas son lo mejor que me ha pasado.
Cuando las niñas se quedaron dormidas en el sofá, el silencio llenó la habitación.
James trajo dos tazas de té y me las ofreció.
—No sé si te gusta el té negro —dijo.
—Me gusta —contesté, y nuestras manos se rozaron al tomar la taza.
Durante unos segundos, nuestras miradas se encontraron. Fue un momento tan breve como intenso.
El corazón me latía rápido.
Aparté la mirada, intentando mantener la calma.
—James, eres muy joven —dije sin pensarlo.
Él sonrió, divertido. —¿Eso es un cumplido o una advertencia?
—Las dos cosas —respondí sincera—. Tienes treinta años… y yo treinta y cinco.
—Cinco años no son nada.
—Sí lo son —repliqué—. Cuando has pasado por lo que yo pasé, sí lo son.
James guardó silencio unos segundos. Luego, apoyó los codos sobre la mesa y me miró con ternura.
—No soy David, Nuria.
Esa frase me desarmó.
No supe qué responder. Era cierto. No lo era.
No tenía sus gritos, ni su egoísmo, ni su manera de hacerme sentir pequeña.
Pero aun así, el miedo seguía ahí, escondido, recordándome lo que se siente cuando todo se derrumba.
—No quiero que pienses que te estoy presionando —continuó él—. Solo quiero que sepas que me gusta estar contigo. Que me gusta cómo hablas, cómo sonríes, cómo te brillan los ojos cuando cuentas algo de tus hijas.
Tragué saliva.
—James… no estoy preparada para nada —murmuré.
—Entonces solo dejemos que las cosas pasen. Sin prisas.
La calma con la que lo dijo me descolocó. No intentó convencerme, no me pidió nada. Solo me ofreció tiempo.
Y después de tantos años, alguien me ofrecía exactamente eso: tiempo, comprensión y respeto.
Nos quedamos en silencio. El reloj del salón marcaba las diez cuando decidí despertar a las niñas.
Antes de irnos, James me acompañó hasta mi casa.
—Gracias por venir —me dijo.
—Gracias a ti por la cena.
—¿Nos veremos el fin de semana? —preguntó.
—Sí —contesté, sin pensarlo demasiado.
Cuando entré a mi casa, las niñas se durmieron enseguida. Yo me senté en el sofá, con la luz apagada, mirando por la ventana.
No podía negar lo que estaba empezando a sentir.
James me había devuelto algo que creía perdido: la paz de estar con alguien sin miedo.
Y sin embargo, esa voz interior no callaba:
“Es muy joven, Nuria. No repitas tus errores. No te ilusiones.”
Cerré los ojos y respiré hondo.
Quizás era verdad.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, no sentía soledad.
Y aunque no quería admitirlo, ese escocés de ojos azules se estaba abriendo paso, poco a poco, dentro de mi corazón.