El tiempo en Escocia pasaba más rápido de lo que imaginaba. Las niñas ya estaban completamente adaptadas.
Jannet, más responsable y protectora, se encargaba de ayudar a su hermana con los deberes. Lidia, en cambio, era un torbellino de energía y preguntas, siempre curiosa, siempre diciendo lo que pensaba sin miedo a las consecuencias.
Una tarde, después del colegio, James pasó por casa con unas galletas que había preparado su tía.
Lidia lo vio y corrió a abrazarlo.
—James, ¿me ayudas con el dibujo? —preguntó ilusionada.
Él se agachó a su altura y sonrió. —Por supuesto, artista. ¿Qué estás dibujando?
—Una casa con un lago. Es Escocia, pero con sol —dijo riendo.
Estuvimos un rato los tres, entre risas y colores, hasta que Lidia, sin venir a cuento, soltó una de esas verdades que solo los niños dicen.
—James… yo sé que David es mi padre, pero no lo siento así.
El silencio que siguió fue largo.
James la miró, sorprendido.
—¿Por qué dices eso, pequeña?
—Porque él nunca estuvo conmigo. Nunca me llevó al cole, ni me contó un cuento. Tú sí haces eso.
Me quedé inmóvil. Sentí un nudo en la garganta.
James no respondió, solo le acarició el cabello y le sonrió con ternura.
—Bueno, entonces soy un poco tu amigo y un poco tu familia, ¿te parece?
—Sí —dijo ella, abrazándolo fuerte.
Esa noche, cuando las niñas se durmieron, James se quedó un rato más. Yo estaba recogiendo los platos cuando me miró con seriedad.
—No quiero entrometerme, Nuria, pero… lo que ha dicho Lidia me ha dejado pensando.
Suspiré.
—David habla con Jannet de vez en cuando —le expliqué—, pero con Lidia no. Ella lo nota.
—¿Y por qué? —preguntó con cuidado.
—Porque Lidia es directa. Dice lo que piensa, y David no soporta eso. Ella no lo recuerda de pequeña, no se crió con él. Y, sinceramente, creo que él tampoco quiere recordarlo.
James asintió despacio, con una expresión que mezclaba comprensión y rabia contenida.
—Debió ser muy duro para ti.
—Lo fue —admití—. Pero ya no quiero hablar de eso.
—¿Y si necesitas hacerlo? —insistió él—. A veces, guardar tanto solo duele más.
Lo miré. Su tono no era de curiosidad, sino de empatía.
—David siempre miró más por su madre que por mí —dije al fin, en voz baja—. Y con el tiempo, simplemente dejé de luchar.
James se acercó un poco más.
—No todos los hombres somos así, Nuria.
—Lo sé —dije sin mirarlo—. Pero cuesta creerlo.
El silencio volvió a llenar la habitación. La chimenea proyectaba una luz tenue sobre las paredes, y fuera se escuchaba la lluvia caer.
James se acercó un poco más y tomó mi mano. Esta vez no la aparté. Sentí el calor de su piel, la calma de su contacto, esa sensación olvidada de estar a salvo.
—No tienes que decir nada —susurró—. Solo quiero que sepas que estoy aquí.
Levanté la vista. Su mirada era tan sincera, tan limpia, que por un instante se me olvidaron los años, el miedo y todo lo que había vivido.
No sé quién dio el paso, si fue él o fui yo, pero nuestros labios se encontraron en un beso suave, casi temeroso, como si los dos temiéramos romper algo.
Ese beso no tuvo prisa. No hubo exigencia ni posesión, solo ternura.
Me estremecí al sentirlo, porque era la primera vez en muchos años que un beso no me hacía sentir vacía.
No era el mismo tipo de contacto que recordaba con David, lleno de rutina o de deseo sin afecto. Este beso era distinto.
Era cariño, respeto y una promesa muda de empezar sin miedo.
Nos separamos despacio, con una mezcla de timidez y alivio.
—Perdón… —susurré—. No quería…
—No te disculpes —interrumpió él con una sonrisa tranquila—. A veces, las cosas más bonitas pasan sin planearse.
Nos quedamos mirándonos, sin saber qué decir.
Por dentro, sentía que algo había cambiado. Ese beso me había removido todo.
No sabía si estaba lista para amar, pero sí sabía que, por primera vez, no tenía miedo de intentarlo.
Cuando James se despidió esa noche, me dio un beso en la mejilla y se marchó bajo la lluvia.
Me quedé apoyada en la puerta, observando cómo se alejaba entre la neblina.
Fui a ver a las niñas. Dormían profundamente. Me quedé mirándolas y sonreí.
Quizás, después de tanto dolor, la vida me estaba regalando una segunda oportunidad.
No era una historia de príncipes ni de cuentos perfectos.
Era una historia real, hecha de cicatrices, miedo y esperanza.
Y, aunque todavía dudaba, algo dentro de mí me decía que, esta vez, todo sería diferente.