La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 55

Faltaban solo dos días para Navidad y, por primera vez en muchos años, no tenía planes familiares.

Las luces adornaban las calles de Inverness, los escaparates brillaban con tonos dorados y rojos, y el aire olía a canela y leña encendida.

Aun así, dentro de mí, algo pesaba.

Era la primera Navidad lejos de mi madre, de mis hermanas, de mis sobrinos.

Era la primera Navidad sola.

James me había invitado a pasar la noche con su familia.

—No será nada formal —me dijo con esa sonrisa que desarmaba cualquier excusa—. Comida, música y gente amable que te va a hacer sentir en casa.

Sonreí con agradecimiento, pero negué con la cabeza.

—Gracias, James, pero quiero quedarme con las niñas. Será tranquilo, pero es lo que necesito.

No insistió. Solo me miró unos segundos, con esa mezcla de comprensión y ternura que lo caracterizaba.

—De acuerdo, pero prométeme que no te vas a quedar triste.

—Lo intentaré —respondí, aunque ambos sabíamos que no sería fácil.

Esa noche, después de acostar a las niñas, me senté en el sofá con una manta y un chocolate caliente.

Encendí el árbol de Navidad que habíamos decorado con adornos comprados en una tienda de segunda mano.

Las niñas estaban emocionadas, pero cuando se durmieron, el silencio de la casa me golpeó.

Pensé en mi prima. En cómo habríamos planeado otra vez pasar juntas estas fechas, en sus bromas, en su risa.

Pensé en mi madre, imaginando la mesa llena, las voces, el bullicio.

Y por un instante, sentí un nudo en el pecho.

El 24 por la noche, las niñas dejaron sus calcetines junto a la chimenea.

—¿Crees que Papá Noel sabrá que vivimos aquí? —preguntó Lidia, preocupada.

—Claro que sí —le respondí acariciándole el cabello—. Escocia no le queda tan lejos.

—Y papá… dijo que nos mandaría un regalo —dijo Jannet con una sonrisa débil.

—Sí, cariño, seguro que lo hace —mentí con el corazón encogido.

Estuvimos viendo películas navideñas. Jannet me miró y me dijo que, aunque no estaban con su abuela, era la mejor Navidad; ver películas juntas les había gustado. Hicimos videollamadas con mi madre y mis tías; después hice videollamada con Angelita. Me alegré de verla; decidimos que todos los años el día 24 nos haríamos una videollamada; sería nuestra nueva tradición.

Luego hablé con Marta y Carmen; me llevé casi una hora hablando con ellas. Mis hijas, después de ver las películas, se fueron al dormitorio; querían dormirse para que Santa Claus les dejara juguetes.

Las dos se durmieron con ilusión, y yo me quedé despierta, mirando cómo las luces del árbol parpadeaban lentamente.

No lloré, pero sentí una soledad tan profunda que dolía.

El 25 por la mañana, mis hijas se levantaron ilusionadas; cuando vieron el árbol con juguetes, fueron corriendo, abrieron los regalos ilusionadas; al ver las muñecas que querían, gritaron de alegría. El sonido del timbre me sobresaltó.

Cuando abrí la puerta, allí estaba James, con un gorro de Navidad, una sonrisa enorme y los brazos llenos de bolsas envueltas en papel rojo.

—Feliz Navidad, Nuria.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendida.

—Tenía que traer algo. Quería regalarle algo a las niñas.

Las niñas corrieron hacia él gritando su nombre.

Jannet se lanzó a abrazarlo. Lidia, más pequeña, dio vueltas alrededor de las bolsas.

—¿Todo eso es para nosotras? —preguntó con los ojos muy abiertos.

—Tal vez —respondió James con una sonrisa traviesa—. Pero primero hay que abrirlos juntos.

Nos sentamos en el suelo del salón.

El primer paquete era para Lidia: era un set de acuarela y pinceles.

Para Jannet, una Nancy.

—Mira, mamá, la Nancy que yo quería y tú no encontrabas —me dijo ilusionada.

—¿Cómo sabías que le gustaba dibujar? —le pregunté sorprendida.

—Lo vi en uno de sus cuadernos. Tiene talento —dijo con orgullo.

—¿Cómo sabías que a Jannet le gustaba esa Nancy?

—Me lo contó ella —dijo sonriendo.

Cuando ambas se distrajeron jugando, James me entregó un pequeño paquete envuelto con un lazo dorado.

—Esto es para ti.

—James, no tenías que hacerlo…

—Lo sé. Pero quise hacerlo.

Abrí el regalo con cuidado. Dentro había un libro: La historia de Sissi, la emperatriz rebelde.

Sonreí al reconocerlo.

—¿Cómo sabías que me gustaba?

—Te escuché hablar de ella una vez —respondió, mirándome con complicidad—. Dijiste que siempre te fascinó su fuerza y su libertad.

Me reí, con un nudo en la garganta.

—Sí, supongo que me identifico un poco con ella.

Pero antes de que pudiera agradecerle, sacó un pequeño estuche del bolsillo.

—Y esto… también es para ti.

Lo abrí con las manos temblorosas. Dentro, una cadena de plata con un colgante en forma de corazón.

—James… esto es demasiado.

—No es mucho —dijo en voz baja—. Es solo algo para recordarte que mereces cariño. Que no estás sola.

No supe qué decir. Las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta.

Él se acercó un poco más.

—No quise invadir tu Navidad —añadió—. Solo quería asegurarme de que tuvieras un día bonito.

Las niñas lo miraban felices, riendo, jugando con los papeles de regalo.

David no había llamado, ni enviado nada.

Y, sin embargo, aquel salón lleno de risas, olor a galletas y luz de chimenea se sentía más hogar que cualquier otro lugar donde hubiera estado antes.

Después del almuerzo, James ayudó a recoger.

Antes de irse, me miró y sonrió.

—Feliz Navidad, Nuria.

—Feliz Navidad, James. Y gracias… por todo.

Cuando cerré la puerta, me apoyé en ella y suspiré.

Miré el libro y la cadena.

Ese corazón brillaba con la luz del árbol, recordándome que, aunque el pasado doliera, aún había espacio para la ternura.

Esa noche, al acostarme, escuché a Jannet murmurar medio dormida:

—Mamá… me gusta James, es bueno.




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