La Navidad pasó más rápido de lo que imaginaba.
Aún recordaba el rostro de las niñas cuando abrieron los regalos de James, la emoción en sus ojos y las risas llenando la casa.
Durante muchos años, la Navidad había sido un recordatorio de soledad y de promesas rotas.
Pero esa vez fue diferente.
Los días siguientes transcurrieron en calma.
Seguía hablando con mi madre, con Angelita y con Carmen, que me contaban cómo habían pasado las fiestas en España.
Yo les hablaba de la nieve, de los paisajes de Inverness, de lo bien que las niñas se estaban adaptando.
A veces, mientras hablaba con ellas, James me escribía un mensaje corto:
¿Cómo están, mis chicas?
Y esa frase, tan sencilla, me sacaba una sonrisa sin querer.
Llegó el último día del año.
No tenía grandes planes, pero James insistió en venir a cenar con nosotras.
—No quiero que empieces el año sola —me dijo con una sonrisa.
No supe decirle que no.
Preparé una cena como lo hacía mi madre: puchero, que mi madre me mandó por cajas los ingredientes, las gambas que les gustaban a mis hijas y una carne mechada que me enseñó mi tío a hacer y un postre de natillas que recordaba a las que hacía mi abuela.
James trajo una botella de vino y uvas.
—No sabía si esto también se come aquí —dijo riendo—, pero en España sí, ¿verdad?
—Sí, una por cada campanada. Para la suerte —expliqué mientras las niñas lo miraban divertidas.
Nos sentamos todos juntos en el sofá.
El reloj marcó la medianoche y, entre risas y atragantamientos con las uvas, dimos la bienvenida al nuevo año.
Las niñas se abrazaron, James me miró en silencio y, sin decir nada, tomó mi mano.
Por un momento, me olvidé del pasado.
Ese instante, tan sencillo, valía más que cualquier celebración.
Después de acostar a las niñas, salimos al pequeño balcón.
El aire estaba helado, pero el cielo brillaba con fuegos artificiales.
James me pasó una manta por los hombros.
—¿Qué le pides al año nuevo? —preguntó.
Lo miré, con el reflejo de las luces en sus ojos.
—Paz —dije al fin—. Y estabilidad para mis hijas.
—Creo que ya estás cerca de conseguirlo —respondió él.
Nos quedamos un rato en silencio, mirando el cielo.
Sentía que el año que comenzaba traía consigo una esperanza nueva, una calma que no había sentido en mucho tiempo.
Los primeros días de enero fueron tranquilos.
Las niñas hablaban todo el tiempo de los Reyes Magos, y James, intrigado, quiso saber más.
—¿Quiénes son esos tres reyes que traen regalos? —preguntó un día mientras tomábamos té en la cocina.
Sonreí.
—Es una tradición muy bonita en España. El 6 de enero, los Reyes Magos traen regalos a los niños. No tanto como Papá Noel, sino más… mágico, más nuestro.
—¿Y tú crees en ellos? —dijo con tono bromista.
—Por supuesto —respondí riendo—. Si no, ¿quién dejaría los regalos debajo del árbol?
Esa noche, cuando las niñas se durmieron, preparé unos cuantos paquetes pequeños envueltos con papel dorado.
Nada caro: un libro para Jannet, un juego de dibujo para Lidia y un pañuelo bordado para cada una, igual que los que mi abuela me hacía cuando era niña y sus Monster High preferidas.
También dejé unos dulces en la mesa y escribí una pequeña nota:
"De parte de los Reyes Magos, que viajan hasta Escocia para encontrar a las niñas más buenas del mundo."
Al amanecer, los gritos de emoción llenaron la casa.
—¡Mamá, los Reyes han venido! —gritaba Lidia mientras corría descalza por el pasillo.
James apareció al rato por mi casa; también traía regalos.
—¿Qué pasa aquí tan temprano?
—¡Los Reyes Magos nos han traído regalos! —dijo Jannet enseñándole el suyo.
Él se sentó en el suelo con ellas, escuchando atentamente cada explicación sobre la tradición, sobre cómo los camellos cruzaban desiertos para llegar a todas las casas.
Yo lo miraba desde la cocina, con una taza de café entre las manos, y no pude evitar sonreír.
Verlo ahí, compartiendo con mis hijas una parte de mi mundo, me hizo sentir que todo valía la pena.
—¿Y tú? —me preguntó James, levantando la vista hacia mí—. ¿Qué te han traído los Reyes?
—Nada —respondí, encogiéndome de hombros—. Este año solo quería verlas felices.
Él se levantó, se acercó y me entregó un pequeño sobre.
—Pues parece que los Reyes se han olvidado de dejarte esto.
Dentro había una fotografía: era Eilean Donan, mi castillo preferido, con una nota: "Cuando estemos listos para volver otra vez. Feliz Día de Reyes".
Me quedé sin palabras.
—James…
—Es solo una promesa —dijo con suavidad—. No hace falta que respondas ahora.
Las niñas corrían por la casa, riendo, mientras yo observaba aquella foto.
Era más que un regalo: era un símbolo, una puerta abierta a un futuro posible.
Esa noche, cuando el silencio volvió a llenar la casa, me senté junto al fuego y pensé en todo lo que había cambiado.
Habían pasado seis meses desde que llegué a Escocia, huyendo de un pasado que creí que me perseguiría siempre.
Y, sin embargo, allí estaba: con mis hijas felices, con un trabajo que me gustaba y con alguien que me enseñaba que el amor no tiene edad ni prisa.
Miré la foto de Eilean Donan una vez más.
Afuera, la nieve caía lentamente, cubriendo las calles con una capa blanca y silenciosa.
Sonreí.
Quizás el nuevo año no traería perfección, pero sí algo mucho más valioso: una nueva oportunidad para ser feliz.