La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 57

La nieve había comenzado a derretirse en Inverness y, con ella, los días se hacían más largos.

Lidia llevaba semanas hablando sin parar de una cosa: el tren de Harry Potter.

Cada vez que veía una foto en internet o un vídeo, sus ojos se iluminaban.

—Mamá, ¿tú crees que existe de verdad el tren de Hogwarts? —me preguntó una tarde mientras hacíamos galletas.

—Claro que existe —le respondí sonriendo—. Pero solo los magos pueden subir.

—Entonces yo soy maga —dijo convencida—. Y tú también, porque haces que todo salga bien.

Esa frase me desarmó.

La miré con ternura, pensando en todo lo que habíamos pasado.

Jamás imaginé que, después de tanto dolor, mis hijas volverían a reír así.

Una semana después, James llamó por teléfono.

—¿Tienes planes para el sábado? —preguntó con ese tono misterioso que usaba cuando planeaba algo.

—No, nada importante.

—Perfecto. Entonces prepárate para una aventura. Y dile a Lidia que lleve su varita.

No quiso decir más.

El sábado amaneció frío, pero despejado.

Nos pasó a buscar temprano, con su coche cubierto de escarcha.

Las niñas estaban emocionadas, sobre todo Lidia, que no dejaba de hacer preguntas.

—¿A dónde vamos, James?

—A un sitio donde la magia existe de verdad.

Después de un par de horas de viaje, entendí a dónde íbamos.

Frente a nosotros, entre montañas cubiertas de niebla, se alzaba el viaducto de Glenfinnan.

El mismo por donde pasaba el tren de Harry Potter.

—No… —susurré sorprendida—. No puedo creerlo.

Lidia dio un grito de emoción.

—¡Mamá! ¡Es el tren de Hogwarts!

James las miró sonriendo, satisfecho.

—Bueno, todavía no hemos terminado. Vayan preparando las cámaras.

Minutos después, el Jacobite Steam Train apareció en la distancia, cruzando lentamente el viaducto.

El sonido del silbato resonó en el valle, y las niñas aplaudieron.

Yo no pude evitar emocionarme.

Lidia agitaba su varita imaginaria mientras gritaba:

—¡Mira, mamá! ¡Vamos a Hogwarts!

Cuando el tren se detuvo, James nos hizo subir.

El interior estaba lleno de turistas, pero el brillo en los ojos de las niñas lo hacía sentir como algo mágico y único.

Lidia no dejaba de mirar por la ventana, aferrada a su varita.

Jannet, más tranquila, se acurrucó junto a mí, disfrutando del paisaje.

—James, esto es… —Intenté hablar, pero se me quebró la voz.

—Es un pequeño regalo —dijo sonriendo—. Vi cómo Lidia hablaba del tren, y pensé que sería bonito cumplirle ese sueño.

No supe qué responder.

Solo lo miré y sentí un calor en el pecho.

No era un regalo cualquiera; era un gesto lleno de amor, de atención, de ternura.

De esas cosas que no se pueden fingir.

Después del viaje en tren, fuimos a comer a un pequeño restaurante cerca del lago.

Las niñas estaban felices, riendo, contándole a James sus teorías de magia.

Por momentos, me quedé observándolo.

Tenía una forma especial de mirarlas, con paciencia y cariño, como si fueran suyas.

Y eso… me tocó el alma.

Al día siguiente, James nos propuso otro plan.

—Ayer cumplimos el sueño de Lidia —dijo—. Hoy toca cumplir uno tuyo.

No entendí hasta que vi el cartel: The National Wallace Monument.

El monumento a William Wallace, el héroe que desde niña me había fascinado por su historia, por su lucha, por su libertad.

Subimos los escalones hasta la cima.

El viento era helado, pero la vista… era impresionante.

Montañas, ríos y un cielo gris que parecía infinito.

James me miró y sonrió.

—Siempre dijiste que te inspiraban los valientes —me recordó.

—Sí, Wallace era uno de ellos —respondí, mirando al horizonte—. Y también los que siguen adelante aunque tengan miedo.

Él se acercó un poco más.

—Eso te incluye, Nuria. Has pasado por tanto, y aún así estás aquí, construyendo algo nuevo.

—A veces sigo dudando —confesé.

—Todos dudamos. Lo importante es no dejar que el miedo decida por nosotros.

Me quedé en silencio, observando la bandera escocesa ondear.

La diferencia de edad, los miedos, las dudas… todo parecía tan pequeño frente a aquel paisaje.

Por primera vez en mucho tiempo, no quería huir.

James me tomó de la mano, sin decir nada.

No hubo promesas, ni palabras vacías.

Solo su mirada, cálida y firme, diciéndome sin hablar que todo estaba bien.

Esa noche, de regreso a casa, las niñas se durmieron en el coche.

Yo miraba por la ventana el reflejo de las luces en el lago.

James conducía en silencio, pero se notaba que sonreía.

—Gracias por todo —le dije en voz baja.

—No me des las gracias, Nuria. Lo haría mil veces más.

Cuando llegamos, me ayudó a bajar a las niñas.

Antes de irse, se quedó mirándome, como si buscara algo en mis ojos.

—¿Sabes? —dijo al fin—. A veces pienso que la magia no está en los trenes, ni en los castillos… sino en la gente que nos hace volver a creer.

No supe qué responder.

Solo lo abracé.

Y por primera vez, no sentí culpa, ni miedo.

Solo paz.

Esa noche, mientras arropaba a mis hijas, supe que algo había cambiado dentro de mí.

La magia existía.

Y esta vez, no necesitaba varitas ni hechizos.

Solo un corazón dispuesto a volver a amar.




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