El invierno en Inverness parecía más suave aquel día.
El sol, tímido, se reflejaba en el río Ness y hacía que el agua brillara como si guardara secretos.
James me había propuesto tomar un café en una pequeña cafetería frente al río.
Las niñas estaban en casa de una amiga del colegio, así que, por primera vez en mucho tiempo, tenía una tarde solo para mí.
—Me alegra que hayas venido —dijo él, dejando dos tazas humeantes sobre la mesa.
—A mí también —respondí, sonriendo con suavidad.
Durante unos minutos solo hablamos de cosas simples: del clima, del trabajo, de lo mucho que las niñas habían disfrutado del viaje al tren y al monumento.
Pero entre palabra y palabra, había algo distinto en el aire.
Una sensación de que había llegado el momento de hablar de verdad.
James me miró con esa calma suya, esa que nunca necesitaba alzar la voz para hacerse sentir.
—Nuria —dijo con cuidado—, hay algo que quiero contarte.
Asentí en silencio, esperándolo.
—Hace unos años… estuve comprometido —empezó, mirando hacia el agua—.
Ella se llamaba Claire. La conocí en la universidad. Era dulce, divertida… o eso creía.
Durante tres años compartimos todo, hasta que un día me di cuenta de que yo era el único intentando sostener la relación.
Se marchó sin despedirse. Solo dejó una nota.
—Lo siento, James. No sé amar como tú.
Se quedó callado un momento.
—Estuve mucho tiempo preguntándome qué hice mal —continuó—. Hasta que entendí que, a veces, el amor no se rompe porque falte algo, sino porque simplemente no se siente igual.
Por eso te entiendo, Nuria. Entiendo tu miedo.
Lo miré sorprendida.
Nadie hasta ese momento había dicho esas palabras tan sinceras, tan sin pretensiones.
—Yo también tengo mi historia —le dije con voz baja—.
David… fue mi error más grande.
Pensé que podía cambiarlo, que con amor bastaría.
Pero no fue así.
Todo giraba en torno a él y a su madre.
Me anuló poco a poco, hasta que un día ya no supe quién era.
James me escuchaba en silencio, sin interrumpir, solo sosteniéndome con la mirada.
—Me casé por cabezonería; mi madre nunca estuvo de acuerdo en ese matrimonio —continué—.
—Creía que amaba a David, sabía cómo era, creía que podía cambiarlo estando casados, pero me equivoqué.
Y cuando abrí los ojos, ya era demasiado tarde.
Tenía hijas, responsabilidades… y una vida que no me pertenecía.
Sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos, pero seguí hablando.
—Cuando me separé, juré que nunca más dejaría que alguien tuviera poder sobre mí.
Y ahora, contigo, tengo miedo.
Miedo de sentir de nuevo, de abrirme y que todo vuelva a romperse.
Y además está lo de la edad…
James sonrió, con esa ternura que desarmaba.
—¿La edad? —repitió con una leve risa—.
Si tú supieras cuántas veces he pensado que eres tú quien me enseña a vivir, no al revés.
Bajé la mirada, intentando ocultar la emoción que me estaba ganando.
Él estiró la mano y rozó la mía, despacio, sin presionar, esperando permiso.
No la aparté.
—Nuria —susurró—, no quiero prometerte que nunca te haré daño.
Nadie puede prometer eso.
Pero sí puedo prometerte que te cuidaré, que te respetaré y que no te haré sentir invisible.
Y si un día decides que no quieres seguir, te dejaré libre sin reproches.
Solo quiero acompañarte mientras me dejes hacerlo.
No supe qué decir.
Solo lo miré, y en su mirada encontré lo que llevaba años buscando: calma.
El silencio que siguió fue distinto.
No incómodo, sino lleno de todo lo que las palabras no podían decir.
El viento movía las hojas secas y el río seguía su curso, como si el mundo entero escuchara.
—Eres un buen hombre, James —logré decir—.
Pero aún me cuesta creer que la vida pueda dar segundas oportunidades.
—Tal vez no las da —respondió él—. Tal vez somos nosotros quienes aprendemos a tomarlas.
Nos quedamos allí hasta que el cielo se tiñó de tonos rosados y la temperatura empezó a bajar.
Cuando salimos, él me acompañó hasta el coche.
Antes de irme, me tomó de la mano y, sin decir nada, me besó.
Fue un beso lento, tierno, sin prisa.
Nada que ver con los besos de antes, los vacíos, los que buscaban posesión.
Aquel beso era presente, era respeto.
Cuando nos separamos, me quedé mirándolo.
—No te prometo nada —le dije—.
—No quiero promesas —respondió—. Solo tiempo.
Sonreí.
Tal vez, después de todo, el amor verdadero no era ese que quema, sino el que abraza el alma con calma.
Esa noche, mientras me acostaba después de acostar a mis hijas, pensé en mi vida, en mi prima, en todo lo que había perdido y todo.
Lo que, sin saberlo, estaba empezando a ganar.
Por primera vez en años, dormí tranquila.