No fue una decisión impulsiva.
No hubo fuegos artificiales ni promesas eternas.
Solo una certeza tranquila que se me instaló en el pecho una mañana cualquiera, mientras veía a mis hijas desayunar y me daba cuenta de algo que hacía años no sentía: estaba en paz.
James llegó a mi vida sin hacer ruido.
No intentó salvarme, ni cambiarme, ni ocupar un lugar que no le correspondía.
Simplemente se quedó.
Y para mí, eso era nuevo… y suficiente.
Aquella tarde, caminando junto al río Ness, fui yo quien habló primero.
—He pensado mucho —le dije, deteniéndome—.
Me miró con atención, sin interrumpirme, como siempre hacía.
—Y creo que quiero intentarlo. No prometo ser valiente todos los días, ni tenerlo todo claro… pero quiero darme una oportunidad. Darnos una oportunidad.
Su sonrisa fue lenta, contenida, casi emocionada. No me abrazó enseguida. Primero me miró, como si quisiera asegurarse de que hablaba en serio.
—Gracias —me dijo—. No sabes lo que significa para mí.
Esa noche se lo conté a las niñas.
Lidia dio una palmada y sonrió sin entender demasiado, feliz porque James siempre cumplía lo que prometía.
Jannet, más cauta, me miró unos segundos antes de hablar.
—¿Entonces James va a venir más a casa?
—Sí —le respondí—. Si vosotras queréis.
—A mí me cae bien —dijo Lidia sin dudar—. Y no grita.
Esa frase, tan simple, me atravesó por dentro.
Los días siguientes fueron ligeros.
En la consulta me sentía valorada, escuchada, respetada. Volvía cansada, sí, pero satisfecha.
James encajaba en mi rutina sin invadirla, como si siempre hubiera sabido cuál era su lugar.
Fue Jannet, con su inocencia, quien lo contó sin pensar.
—Mamá tiene un amigo que se llama James —le dijo a David por teléfono—. Nos llevó de paseo y vimos castillos.
El silencio al otro lado fue inmediato.
La llamada no tardó en llegar.
—¿Qué es eso de que mis hijas llaman papá a otro hombre? —me gritó nada más descolgar.
Cerré los ojos. Ya estaba cansada incluso antes de contestar.
—No lo llaman papá —le dije con firmeza—. Y aunque lo hicieran, no es asunto tuyo.
—No voy a permitir que metas hombres en la vida de mis hijas —insistió—. Eso no está bien.
Respiré hondo.
Esta vez no temblé.
No me justifiqué.
—David, deja de exigirme lo que tú nunca cumpliste —le dije—.
—Haz feliz a tu mujer. A mí no lo hiciste.
—Y no vuelvas a usar a las niñas para controlar mi vida.
Colgué sin esperar respuesta.
James había escuchado parte de la conversación desde la cocina. No dijo nada.
Se acercó y me abrazó fuerte, sin preguntas.
—No estás sola —me susurró.
El viaje a la isla de Skye fue su regalo.
Quería que las niñas conocieran lugares que parecían sacados de un cuento.
Lidia no dejaba de hablar del tren de Harry Potter y cómo James lo hizo posible; ese regalo a Lidia jamás se le iba a olvidar.
No era grandilocuencia.
Era presencia.
Ver a mis hijas felices, tranquilas, seguras… me hizo entender que quizá no estaba traicionando a nadie por volver a sentir.
Que amar de nuevo no borraba el pasado, pero sí podía sanar el presente.
En Skye, mientras el viento me despeinaba y el paisaje se abría ante nosotros, pensé en mi prima.
En todo lo que no pudo ver.
En los sueños que se quedaron a medias.
Y por primera vez, no sentí culpa por seguir adelante.
James me tomó la mano.
No me aparté.
Aquel gesto, sencillo, fue distinto a todo lo anterior.
No había urgencia.
No había miedo.
No había posesión.
Solo calma.
Y entendí, por fin, que elegir quedarme —conmigo, con mis hijas, con esta nueva vida— también era una forma de amor.
Esa noche, cuando regresamos, James se quedó un rato en la casa, comimos, acosté a las niñas y nos sentamos en el sofá, agarrados de la mano.
No ocurrió de golpe.
No fue una urgencia ni una necesidad física.
Fue una noche tranquila, de esas en las que el silencio no pesa.
Las niñas ya dormían. La casa estaba en calma y afuera la lluvia golpeaba suavemente las ventanas, como si Escocia quisiera recordarme que también sabía ser refugio.
James estaba conmigo en el sofá, hablando de cosas sin importancia. De libros, de música, de la infancia. En un momento dejó de hablar y me miró de esa forma suya, sin prisa, sin exigencias.
—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja.
Asentí, pero no supe explicar lo que sentía. Era una mezcla de miedo y algo parecido a la esperanza, una sensación que hacía años no reconocía.
Cuando me besó, no fue como antes.
No fue un gesto automático ni una búsqueda de alivio.
Me tomó entre sus brazos y me llevó a mi dormitorio, me acostó en mi cama, me besó dulcemente; sus manos acariciaban mi cuerpo.
Fue lento. Cuidadoso. Como si quisiera memorizarme.
Y por primera vez entendí algo que antes siempre había confundido:
El deseo no tenía que doler, ni vaciar, ni dejarme más sola después.
Me dejé llevar sin pensar en el pasado.
Sin comparaciones.
Sin defensas.
James no tuvo prisa.
Me miraba constantemente, como comprobando que yo estaba allí, presente, eligiendo ese momento tanto como él. Cada caricia era una pregunta silenciosa, y yo respondía quedándome.
No sentí presión.
No sentí obligación.
No sentí que tenía que dar nada a cambio.
Solo me sentí querida.
Cuando finalmente me abracé a él, apoyando la cabeza en su pecho, no hubo esa sensación conocida de vacío que tantas veces había sentido con David. No hubo culpa. No hubo distancia inmediata.
Había calma.
James me rodeó con los brazos y me besó el cabello.
—Gracias por confiar en mí —susurró.
Cerré los ojos, con un nudo en la garganta.
Porque en ese instante entendí algo fundamental: