Nunca pensé que volvería a decir estas palabras en voz alta, ni siquiera en silencio:
Me he dado una oportunidad.
Durante mucho tiempo creí que el amor era algo que se aguantaba, que se soportaba como una carga inevitable. Algo que dolía, que te hacía sentir pequeña, que te obligaba a callar y a adaptarte. Pensé que amar era ceder siempre, incluso cuando te rompías por dentro. Por eso, cuando James apareció en mi vida, no fue ilusión lo que sentí primero, sino miedo.
Miedo a volver a equivocarme.
Miedo a confiar.
Miedo, incluso, a ser feliz.
Cuando James se fue, me senté en el sofá con el móvil entre las manos. Tardé varios minutos en atreverme a llamar a mi madre.
—Mamá… —dije cuando escuché su voz—. Tengo que contarte algo.
Guardó silencio, como siempre hacía cuando intuía que lo que venía era importante.
—He conocido a alguien —continué—. Se llama James. Y… me he dado una oportunidad.
No hubo reproches. No hubo advertencias. Solo un suspiro al otro lado del teléfono y luego sus palabras, suaves pero firmes:
—Ya era hora, hija. Te mereces ser querida.
Lloré. Lloré como no lo hacía desde hacía tiempo. No de tristeza, sino de alivio. De sentir, por fin, que no estaba traicionando a nadie por volver a vivir.
También se lo conté a mis hermanas. A Paula, que me escuchó con una sonrisa emocionada desde Ibiza. A mi padre, que simplemente dijo que confiaba en mí. A Angelita, que se alegró como si fuera algo suyo, aunque no le conté todos los detalles. Ese dolor profundo, ese miedo antiguo, seguía siendo solo mío.
Le hice una videollamada para contárselo todo. Él me miró en silencio a través de la pantalla mientras hablaba, como siempre hacía, leyendo entre líneas.
—Me alegro, Nuria —me dijo al final—. Después de todo lo que pasaste con David, ya te tocaba alguien que te cuidara.
Jesús había estado en mis peores momentos. Había visto mis lágrimas, mis dudas, mi rabia. Sabía cosas que muy poca gente sabía. Por eso, cuando James se enteró de nuestra amistad, algo cambió en su mirada.
No fue desconfianza. Fue inseguridad.
—Sois muy cercanos —me dijo una tarde, sin reproche, pero con honestidad.
Me acerqué a él y le tomé la mano.
—Jesús es parte de mi historia —le expliqué—. De cuando estaba rota. Pero tú eres mi presente.
James asintió. No hizo preguntas incómodas, pero esa noche, mientras caminábamos por Inverness, me tomó de la mano con más fuerza de lo habitual. Como si necesitara recordarse —o recordarme— que ahora estaba allí.
Cuando llegamos a mi casa, le dije a James que se quedara a dormir; él aceptó encantado, estuvo con las niñas jugando y viendo películas.
La segunda vez fue distinta.
No porque la primera no hubiera sido bonita, sino porque esta vez ya no había miedo. Ya no estaba la duda constante de si aquello era real o solo un refugio momentáneo. Esta vez, cuando James me tocó, lo hizo con una delicadeza que no buscaba urgencia, sino presencia.
Me miraba como si yo importara.
No como un cuerpo, no como un consuelo.
Como una mujer.
Y eso, para mí, era nuevo.
Sus manos no tenían prisa, y su forma de acercarse a mí era casi reverente. Me preguntó si estaba bien, si quería seguir, si me sentía cómoda. Nadie me había preguntado eso antes. Yo asentí, emocionada, sintiendo cómo algo dentro de mí se relajaba por primera vez en muchos años.
No hubo vacío después.
No hubo esa sensación de haber dado algo y quedarme sin nada.
Me quedé entre sus brazos, respirando tranquila, con la certeza de que aquello no dolía. Que el amor, cuando es de verdad, no deja heridas.
A la mañana siguiente, las niñas estaban especialmente contentas. Lidia hablaba sin parar del colegio y Janet me enseñaba un dibujo que había hecho para James. Él se agachó a su altura, la escuchó con atención y le dio las gracias como si fuera el regalo más importante del mundo.
Yo observaba la escena desde la cocina, con una taza de café entre las manos, y sentí algo parecido a la paz.
Las semanas pasaron con una calma que no conocía. Mi trabajo iba bien, las niñas se adaptaban cada día más, y yo empezaba a sentir que este lugar podía ser hogar. Hablaba a menudo con mi madre, con Carmen, con Alicia. Todas coincidían en lo mismo: me notaban distinta. Más ligera.
A veces pensaba en David, pero ya no con rabia. Solo como una parte cerrada de mi historia. De vez en cuando llamaba a Janet, prometía cosas que no cumplía y apenas preguntaba por Lidia. Ella, en cambio, buscaba a James para enseñarle sus libros, para contarle sus cosas. Un día me dijo, con la naturalidad cruel de los niños:
—Sé que David es mi padre, pero James me cuida más.
No supe qué responder. Solo la abracé.
Esa noche se lo conté a James. Me escuchó en silencio, sin interrumpirme.
—No quiero ocupar un lugar que no me corresponde —me dijo—, pero tampoco quiero fingir que no siento nada por ellas.
Y entonces entendí que estaba con un hombre que no huía de lo que sentía.
Mi vida iba mucho mejor; las niñas estaban felices con James a pesar de la edad. Me estaba demostrando que es mucho mejor que David, aunque en parte admitió que le incomodaba un poco la cercanía con Jesús, no por desconfianza, sino porque sabía todo de mí. Le expliqué que había sido mi apoyo cuando no tenía fuerzas. Lo entendió. Y lo respetó.
Y en ese respeto, en esa forma tan distinta de amar, supe que estaba empezando algo nuevo.
Algo que no dolía.
Algo que, por primera vez, se parecía al amor de verdad.