Marzo llegó con su frío amable, ese que en Escocia parece abrazarte más que herirte. Y con él, el cumpleaños de mi pequeña Lidia.
Había pasado tanto desde aquellos días en Benalmádena, cuando volvía del colegio llorando por culpa de los niños que se burlaban de ella, que verla ahora feliz, rodeada de amigos, me llenaba el alma. Aquí nadie la señalaba, nadie la hacía sentir menos. Aquí era solo una niña más, riendo sin miedo, libre.
James lo planeó todo a escondidas. Yo pensaba que íbamos a hacer una merienda sencilla, un pastel casero y unos cuantos globos. Pero él apareció con una gran caja envuelta en papel dorado y una sonrisa traviesa.
—¿Lo abres tú o tu madre? —le preguntó a Lidia.
—¡Yo, yo! —gritó ella, impaciente.
Rompió el papel con esas manos pequeñas que aún conservaban algo de bebé, y cuando vio el contenido, se quedó sin palabras. Dentro estaba el disfraz de Hermione Granger, completo, con varita y todo.
Su carita se iluminó como no la había visto nunca.
—¡Gracias, James! —gritó corriendo a abrazarlo—. ¡Ahora sí soy una bruja de verdad!
Yo los miraba con el corazón encogido. Nadie, salvo yo, sabía cuánto significaba ese gesto. Nadie imaginaba cuánto dolor había detrás de esa sonrisa de niña, de esos años en los que no encajaba, en los que se sentía diferente.
Verla tan feliz me hizo entender que venir a Escocia había sido la mejor decisión de mi vida.
Ese día hicimos una pequeña fiesta en casa, con sus amigas del colegio, cupcakes, globos y música. Janet ayudó a organizar los juegos. James se encargó de la comida y yo hice el pastel preferido de Lidia.
Fue un día bonito, de esos que no se olvidan.
David, por supuesto, no llamó.
Ni un mensaje.
Ni una felicitación.
Lidia no dijo nada, pero yo sé que lo notó. Esa noche, mientras recogía sus regalos, me dijo bajito:
—Mamá, ¿por qué papá nunca se acuerda?
No supe qué responder. Solo la abracé y le acaricié el pelo.
Minutos después, Jesús me escribió desde Benalmádena. Se había acordado del cumpleaños y quiso hablar con ella. Lidia sonreía mientras lo escuchaba, y James, que estaba a mi lado, se quedó en silencio. Lo noté tenso, aunque intentó disimularlo.
—Es solo un amigo; además, Lidia es su bichito, como él la llama cariñosamente —le dije después, cuando colgué.
—Lo sé —contestó con una sonrisa suave—. Pero me gusta que no seas la única que tiene celos a veces.
Nos reímos. Me gustaba esa forma tan sencilla que tenía de decir las cosas, sin reproche, sin drama.
Pocos días después llegó mi cumpleaños. Las niñas estaban emocionadas preparando dibujos y tarjetas; James insistió en que no organizara nada, que él se encargaría de todo.
No me dijo adónde íbamos, solo que me abrigara bien. Condujo durante horas por las carreteras bordeadas de montañas y lagos hasta que supe exactamente a dónde nos dirigíamos: Eilean Donan.
El corazón me dio un vuelco. Me llevaba a Eilean Donan por segunda vez; miré a James; él siempre estaba pendiente de lo que me gustaba, cosa que David nunca tuvo interés en averiguar.
Cuando bajamos del coche, el viento era frío, pero no importaba. Caminamos hasta el puente, y las niñas corrían delante riendo. El reflejo del castillo sobre el agua parecía sacado de un cuento.
James me tomó de la mano, y sin decir nada, me guió hasta una de las piedras del mirador.
—No quería que este fuera un día cualquiera —dijo, con esa voz grave que a veces me calmaba incluso cuando estaba nerviosa—. Es tu cumpleaños, pero también… el nuestro.
Yo lo miré sin entender, y entonces lo vi: abrió una pequeña caja de terciopelo azul y dentro, un anillo.
No era ostentoso. Era sencillo, con una piedra clara, elegante y discreta, como él.
—No es por obligación, ni por costumbre —continuó—. Es porque quiero que sepas que esto va en serio. Que no tengo miedo a construir algo contigo.
No supe qué decir. Durante años había escuchado la palabra matrimonio como una amenaza, una cadena, algo que me robaba la libertad.
David nunca me pidió que me casara. Lo decidió, como decidió tantas cosas por mí. Ni anillo, ni promesa, ni un gesto que me hiciera sentir elegida.
Y ahora, aquí, frente al castillo que había soñado toda mi vida, alguien me lo pedía con el corazón, sin presionarme, sin exigirme nada.
—James, yo... —balbuceé, con lágrimas en los ojos—. No sé qué decir.
—No tienes que decir nada ahora —me interrumpió con dulzura—. Solo quiero que lo tengas, para cuando quieras decir que sí.
Me abrazó con fuerza, y sentí que el viento se llevaba mis miedos. Las niñas llegaron corriendo, sin entender del todo, y Lidia me miró con curiosidad.
—¿Mamá, es un anillo de princesa?
—Sí, cariño —respondí sonriendo entre lágrimas—. Es mi anillo de princesa.
Volvimos a casa al anochecer. James puso música mientras conducía y las niñas se quedaron dormidas en el asiento trasero.
Yo miraba por la ventana, observando el paisaje escocés perderse en la niebla, pensando en lo lejos que había llegado, en cuánto había cambiado.
Ya no era la mujer que aguantaba.
Era la mujer que elegía.
Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí verdaderamente amada.