Nunca pensé que una relación pudiera sentirse tan natural, tan sencilla.
Después de lo de Eilean Donan, James y yo decidimos tomarnos las cosas con calma. No fijamos fecha ni hicimos grandes anuncios. Solo lo sabían mis hijas, mi madre y mis amigas más cercanas. Pero había algo diferente entre nosotros: una calma nueva, una seguridad que no había sentido nunca.
Un fin de semana, James me propuso ir a conocer a su familia.
—Quiero que sepan quién eres —me dijo con esa sonrisa suya que siempre desarma.
—¿Y si no les caigo bien? —pregunté riendo, aunque por dentro temblaba un poco.
—Eso es imposible —contestó—. Si te conocen, te querrán.
Fuimos a su pueblo, a las afueras de Inverness. Su madre, una mujer dulce de cabello blanco y ojos del mismo tono que los de él, nos recibió con los brazos abiertos. Preparó un estofado típico y enseguida se puso a hablarme como si me conociera de toda la vida.
Su hermano era más reservado, pero bastó una mirada cómplice para entender que aprobaba a la mujer que había devuelto la sonrisa a su hermano. Las niñas jugaron en el jardín con los sobrinos de James, como si hubiesen crecido juntos.
Esa tarde, mientras los observaba, me sentí parte de algo bonito, algo que no dolía. Por primera vez, una familia política me abría la puerta sin juicios ni comparaciones.
Un mes después, me tocó a mí.
Viajamos a Benalmádena.
El vuelo fue largo, pero las niñas estaban emocionadas. Ver el mar de nuevo, sentir el sol de Andalucía, escuchar el español a cada paso… era como volver a respirar después de mucho tiempo.
Mi madre nos esperaba en el aeropuerto con los ojos brillantes. Cuando conoció a James, lo abrazó sin dudar, como si ya fuera parte de la familia.
—Así que tú eres el escocés que tiene a mi hija tan feliz —dijo entre risas.
James, algo nervioso, solo alcanzó a responder:
—Intento estar a su altura.
Durante esos días, todo fue reencuentros y emociones. Las niñas estaban felices de ver a su abuela y a su tía pequeña. Jesús también quiso vernos.
—Nuria, tengo ganas de conocer a ese tal James —me dijo por videollamada antes del viaje—. Y las niñas me deben un helado.
A James no le hizo demasiada gracia la idea, pero aceptó.
—No quiero ser el típico novio celoso —me dijo esa mañana, mientras caminábamos por el paseo marítimo—, pero me cuesta un poco.
—Jesús es mi amigo, nada más —le respondí con cariño—. Estuvo cuando no tenía a nadie, y eso no se olvida.
Él asintió en silencio.
Nos encontramos en una cafetería frente al mar. Jesús estaba igual que siempre: tranquilo, con su humor amable y esa forma suya de escuchar sin interrumpir. Las niñas corrieron a abrazarlo; se notaba que lo querían. James lo saludó con educación, aunque con cierta distancia al principio.
Hablamos de todo un poco: del colegio, del trabajo, de Escocia. Jesús preguntó mucho por las niñas y por cómo me sentía. En un momento, James se levantó para pedir más café y Jesús aprovechó para decirme, casi en susurros:
—Se nota que te quiere, Nuria. Pero también se nota que tiene miedo de perderte.
Yo sonreí. —Es diferente, Jesús. Es bueno, pero sabes algo, al principio me costaba aceptarlo por la edad.
Él me dijo que cuando había amor verdadero, la edad era solo un número. Más tarde, mientras James volvía a la mesa, Jesús lo miró y le dijo sin rodeos:
—Cuídala. Ella ya lloró demasiado. Si algún día le haces daño, no te lo perdonaré.
James se quedó callado, pero su gesto fue sincero.
—No tengo intención de hacerla sufrir. Ella me enseñó lo que significa amar de verdad —respondió.
Aquellas palabras bastaron para que la tensión desapareciera.
A la tarde, Jesús me presentó a su novia, una mujer encantadora que trabajaba en un centro médico. Verlos juntos me alegró. James también se relajó al ver que todo era tan natural. De hecho, cuando salimos de la cafetería, me tomó de la mano y me susurró al oído:
—Ahora entiendo por qué le tienes tanto cariño. Es un buen tipo.
—Lo es —le dije—. Pero el que está conmigo eres tú.
Esa noche, cenamos con mi familia en casa de mi madre. Entre risas y recuerdos, James se integró como si siempre hubiera formado parte de nuestras vidas. Mi madre le preguntó si le gustaba España y él, en su español con acento escocés, respondió:
—Me gusta porque aquí está ella.
Todos rieron, y yo sentí cómo el corazón se me encogía.
Después de tanto dolor, de tanta desconfianza, había llegado alguien que no necesitaba cambiarme ni controlarme, solo quererme.
Los días pasaron volando. Paseamos por el puerto, llevamos a las niñas a su antiguo parque, visitamos a Carmen y a Angelita. Todos querían conocer al hombre que había devuelto mi sonrisa. Cada noche, al volver a mi casa, James me abrazaba y me decía que entendía por qué amaba tanto Benalmádena:
—Tiene tu luz —susurró una vez.
Cuando llegó el momento de volver a Escocia, me costó despedirme. Pero en el fondo sabía que mi hogar ya no estaba allí, sino en ese país de lagos y colinas donde había empezado a sentirme viva otra vez.
Durante el vuelo de regreso, mientras las niñas dormían, James me tomó de la mano y dijo:
—Tu familia me hizo sentir en casa. Ahora ya entiendo por qué eres como eres.
—¿Y cómo soy? —pregunté sonriendo.
—Valiente. Y más fuerte de lo que crees.
Miré por la ventana del avión, viendo las nubes teñirse de rosa por el atardecer.
Pensé en todo lo que habíamos vivido, en los puentes que se habían tendido entre dos mundos tan distintos, y supe que, por fin, la vida me estaba dando lo que siempre soñé: amor sin miedo, hogar sin dolor y una familia completa.