Dicen que cuando una herida sana, a veces sigue doliendo con el cambio del tiempo.
Supongo que eso me pasaba a mí.
Mi vida con James era estable, bonita, casi perfecta… pero a veces el pasado regresaba en forma de miedo, como una sombra que se colaba sin permiso entre nosotros.
Aquel viernes salí antes del trabajo. Decidí pasar por el centro de Inverness a comprar algunas cosas para las niñas. Ellas se habían quedado en casa de una amiga, y pensé que podía aprovechar para dar un paseo tranquila.
El cielo estaba gris, con ese aire húmedo tan típico de Escocia, y el río Ness brillaba como si guardara secretos.
Caminaba distraída cuando lo vi.
James.
En la puerta de una cafetería, riendo con una mujer rubia, joven, de su trabajo.
Ella le tocó el brazo al hablar, y él, sin apartarse, sonrió.
Fue solo un gesto, una simple conversación para cualquiera. Pero para mí fue una punzada.
Una punzada que abrió todas las heridas que creía cerradas.
Mi mente se llenó de imágenes: David hablando con aquella mujer por Internet, sus mentiras, sus excusas, las veces que me hizo sentir invisible.
El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar.
Me quedé observándolos unos segundos más, hasta que él levantó la vista y me vio.
Su sonrisa se borró al instante.
—¡Nuria! —dijo sorprendido, dando un paso hacia mí.
Pero yo ya me había girado.
Caminé rápido, casi corriendo, sin mirar atrás. No escuché lo que me decía ni quise hacerlo. Sentía que el aire me quemaba por dentro.
Cuando llegué a casa, cerré la puerta de golpe y me quedé temblando, con la bolsa aún en la mano.
Minutos después, James entró.
—Nuria, por favor, déjame explicarte —dijo sin alzar la voz.
—¿Explicarme qué? —le grité, girándome hacia él—. ¿Que solo era una amiga? ¿Que me estoy imaginando cosas?
Él frunció el ceño, dolido.
—Sí, era una amiga, compañera del trabajo. Hemos salido a hablar de un proyecto, nada más.
—¿Nada más? —repetí con rabia—. ¿Y también era “nada más” la chica con la que David hablaba cada noche? ¿Y que Javier me mentía diciendo que era la única?
Las palabras salían solas, impulsadas por años de desconfianza.
—Ya me engañaron tres veces, James. ¡Tres! No voy a permitir una cuarta.
Él dio un paso hacia mí, pero levanté la mano.
No quería escuchar, no quería verlo.
Solo quería huir de ese miedo que me estaba ahogando.
—No soy él, Nuria —dijo, con voz firme pero calmada—. No soy ninguno de los que te hicieron daño. No me compares con ellos.
—¿Y cómo quieres que no lo haga? —le respondí, al borde de las lágrimas—. No sabes lo que es vivir con el miedo de no ser suficiente, de pensar que todo lo bonito va a romperse otra vez.
Me senté en el sofá, agotada.
—Cada vez que veo algo así… es como si volviera a estar allí, en aquel infierno. Y no quiero volver a pasar por eso, James. No puedo.
Él se arrodilló frente a mí, sin tocarme.
—Lo sé. Y por eso te lo estoy explicando. No hay nada entre esa chica y yo.
Me miró a los ojos, con una serenidad que desarmaba.
—Podría jurártelo, pero las palabras no curan lo que otros rompieron. Solo puedo demostrarte, día a día, que estoy aquí por ti.
Sus palabras me atravesaron.
Me sentía dividida: una parte de mí quería creerle, y otra, la más herida, solo quería protegerse.
Me quedé callada, respirando despacio.
Las lágrimas caían sin que pudiera detenerlas.
James se levantó despacio y se sentó a mi lado. No me tocó. Solo se quedó ahí, en silencio.
Durante minutos, no dijimos nada.
Y tal vez fue eso lo que necesitaba: silencio, no promesas.
Finalmente, hablé.
—Lo siento… —susurré—. Sé que no es justo para ti. Pero a veces… siento que todo lo que viví me persigue.
Él asintió.
—No te disculpes por tener cicatrices. Yo solo quiero que me dejes estar cuando duelan.
Y entonces sí, me abrazó.
No fue un abrazo de pasión, sino de comprensión. De esos que dicen “no voy a irme aunque tengas miedo”.
Esa noche dormimos juntos, en silencio, pero cerca.
En algún momento, antes de quedarme dormida, lo escuché susurrar:
—Nunca te voy a mentir, Nuria. Ni siquiera cuando no quieras oír la verdad.
Al día siguiente, en el trabajo, su compañera —la mujer de la cafetería— me llamó.
—Hola, Nuria —me dijo con tono amable—. James me contó lo que pasó ayer; le pedí tu número y me lo dio. Solo quería decirte que siento si te hice sentir incómoda. Es un buen hombre, y está loco por ti.
Me quedé en silencio, con un nudo en la garganta.
—Gracias —alcancé a decir.
Cuando colgué, respiré hondo.
Entendí que a veces no eran los fantasmas los que volvían: era yo quien seguía abriendo la puerta.
Y que tal vez, solo tal vez, era hora de cerrarla para siempre.
Esa noche, James llegó con flores. No dijo nada, solo me besó la frente y sonrió.
No hablamos más del tema, pero algo había cambiado: ya no necesitábamos demostrarnos amor, solo cuidarlo.