A veces me cuesta creer que todo esto sea real. Si alguien me hubiera dicho años atrás que me casaría en Escocia, rodeada de personas que amo y con un hombre que me hace sentir plena, probablemente me habría reído. Pero ahí estaba, mirando desde la ventana de mi casa el cielo gris de Inverness, con el corazón latiendo de emoción.
La boda sería en Eilean Donan Castle. No había otro lugar posible. Aquel castillo no solo simbolizaba Escocia; para mí representaba el principio de mi nueva vida. James lo sabía, y cuando lo propuse, simplemente asintió con una sonrisa.
—No podría imaginar un sitio mejor para casarme contigo —me dijo.
Los preparativos comenzaron semanas antes. Entre llamadas, correos y listas interminables, los días pasaban volando. El castillo nos ofreció una pequeña capilla interior, perfecta para una ceremonia íntima. Mi madre fue la primera en confirmarme que vendría. A pesar de que le daba pena que yo me casara tan lejos, estaba feliz de verme tan ilusionada.
—Nunca te había escuchado hablar con tanta calma —me dijo un día por teléfono—. Se nota que él te hace bien.
También confirmé la llegada de mis hermanos. Pablo se encargaba de traer el traje de mi padre, que insistía en venir elegante “como en los viejos tiempos”. Paula, mi hermana, llegaría desde Ibiza con su pareja y su hijo, emocionada por conocer a James y por volver a ver a las niñas. Mi hermano Javier también vendría; él siempre fue el más protector conmigo, y aunque no lo decía, sé que le caía bien James.
Cuando Angelita me confirmó su llegada, sentí ganas de llorar. Vendría con sus hijos, emocionados por conocer Escocia. Carmen, por su parte, viajaría con sus padres; cuando le conté dónde sería la boda, exclamó entre risas:
—¿Te das cuenta, Nuria? De cuidar a una mujer mayor a casarte en un castillo. Eso sí que es un cuento de hadas.
Marta también vendría, mi eterna amiga de Benalmádena, aquella con la que tantas veces compartí lágrimas y risas. Incluso Jesús me escribió:
—No podía perderme esto. Si hay alguien que merece un final feliz, eres tú.
Dos de mis tíos y sus parejas también confirmaron asistencia. Cuando lo supe, me emocioné. No todos los que amaba podían estar, pero los que venían bastaban para llenar cualquier vacío.
Los días previos fueron una mezcla de caos y alegría. Las niñas estaban emocionadas con sus vestidos; Jannet no paraba de repetir que quería leer unas palabras en la ceremonia, y Lidia se dedicaba a ensayar cómo caminaría hasta el altar.
James, mientras tanto, intentaba aparentar serenidad, pero lo conocía demasiado bien. Cada vez que lo veía revisar el reloj o repasar la lista de invitados, sonreía.
—Estás nervioso —le dije una tarde.
—No —respondió, aunque su sonrisa lo traicionó—. Solo quiero que todo sea perfecto para ti.
Los ensayos de la ceremonia fueron divertidos. Mi madre no entendía del todo las indicaciones del organizador escocés, y acababa preguntándole a cada rato a James qué significaban las palabras. Todos se reían, incluso él.
La víspera de la boda, el castillo se iluminó con antorchas. Fuimos a ver cómo decoraban el salón donde sería la cena. Al entrar, vi las mesas con flores silvestres, velas y tonos verdes y dorados. Y allí, justo frente a la mesa principal, estaba una silla vacía y un nombre que me hizo saltar las lágrimas.
James me abrazó por detrás.
—Está tal como dijiste —susurró.
Asentí en silencio.
—Esa silla es para mi prima. No podía faltar.
—Y no falta —me dijo con ternura—. Está contigo. Lo estará siempre.
Esa noche me costó dormir. Miraba el vestido colgado junto a la ventana, blanco, sencillo, con encaje en los hombros. No era lujoso, pero sí perfecto para mí. Pensé en todo lo que había pasado hasta llegar allí: las lágrimas, los miedos, las pérdidas… y también en todo lo que había ganado.
Al amanecer, mi madre fue la primera en entrar en la habitación.
—¿Lista, novia? —dijo sonriendo, mientras traía una bandeja con té y panecillos.
Reí nerviosa.
—No sé si lista, pero no hay marcha atrás.
—Y menos mal —respondió, besándome la frente—. Has esperado mucho por esto.
Angelita se encargó de mi maquillaje, con la precisión de quien conoce hasta el más mínimo detalle de mi rostro. Carmen estaba allí también, ayudando con el velo, mientras Marta hacía fotos sin parar.
—No me creo que te cases, Nuria —decía entre risas—. Si lo cuentas en Benalmádena, no se lo creen.
Cuando subí al coche que me llevaría al castillo, miré por la ventanilla y vi el paisaje escocés bañado por la niebla. Era como si el mundo entero se hubiera detenido solo para mí. Al llegar, la gaita sonaba suavemente. James me esperaba frente al altar, vestido con un kilt tradicional. Nunca lo había visto tan guapo.
Miré hacia James y en un momento mi mirada se giró hacia la puerta cerca del altar y juraría que vi, entre las luces y las sombras del castillo, una figura familiar sonriendo. Era como si mi prima estuviera allí, observándome desde algún rincón del tiempo, feliz porque, al fin, su prima había encontrado la paz.