La monja del parador

Primer Acto: La llegada y los primeros sueños

El viento soplaba con fuerza, arrastrando las hojas secas por el camino empedrado que conducía al antiguo monasterio. En lo alto de una colina, el edificio se alzaba como un monumento olvidado, una reliquia de piedra y sombras. El escritor, Javier, llevaba semanas en un estado de bloqueo creativo, buscando inspiración en cada rincón de su vida, sin éxito. Había oído hablar del Parador del Monasterio de San Geppetto, un lugar envuelto en leyendas, un refugio perfecto en la temporada baja, cuando apenas había huéspedes y el eco de los pasillos parecía susurrar secretos de otros tiempos.

Al llegar, Javier fue recibido por un recepcionista anciano de manos temblorosas y ojos hundidos que parecía formar parte del mobiliario. Le entregó la llave de su habitación, una pesada pieza de hierro que encajaba perfectamente con el aire antiguo y gótico del lugar. El silencio de los pasillos se sentía opresivo, como si los muros de piedra ocultasen el peso de innumerables años de soledad.

Javier fue conducido a su habitación en el ala este, donde las velas de los candelabros oscilaban con el movimiento del viento filtrándose por las grietas de las ventanas. La estancia era sencilla, con una cama de cuatro postes cubierta por cortinas de encaje polvorientas. Un crucifijo colgaba en la pared, su madera oscurecida por el paso del tiempo, y en la esquina del cuarto, un espejo de cuerpo entero reflejaba su figura, distorsionando las sombras que lo rodeaban.

Esa primera noche, exhausto tras horas infructuosas intentando escribir, Javier se dejó caer en la cama, envuelto en el silencio profundo del Parador. No pasaron muchos minutos hasta que sus ojos se cerraron, y se vio sumido en un sueño extraño.

En el sueño, la habitación parecía más fría, el aire denso y cargado de un aroma a incienso antiguo. Un suave murmullo llegó desde el pasillo, como el rezo de una congregación espectral. Javier se levantó en el sueño y al abrir la puerta, se encontró frente a una figura solitaria: una monja, de hábito negro y velo tan oscuro como la noche misma, cuyos ojos reflejaban una tristeza insondable.

—No deberías estar aquí… —murmuró la monja, su voz resonando como un eco lejano que se desvanecía antes de alcanzar el silencio absoluto.

Javier intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. La monja se dio la vuelta, y antes de desaparecer por el pasillo, se volvió hacia él con una mirada que transmitía la angustia de siglos de soledad.

Al despertar, el escritor se encontró sudando y temblando. La habitación estaba tan fría como en su sueño, y el aroma a incienso aún parecía impregnar el aire. Miró el reloj: apenas habían pasado dos horas desde que se había acostado, pero sentía como si hubiera vivido una noche entera en aquel sueño.

Sin embargo, lejos de sentirse atemorizado, se sintió inspirado, como si la aparición hubiese sembrado en su mente una semilla creativa. Se sentó frente a su portátil y comenzó a escribir los detalles con una precisión que lo sorprendió, como si alguien más guiara sus manos.

La primera aparición fue breve, pero había algo en la mirada de la monja que no podía sacarse de la cabeza. Escribió durante horas, describiendo el sueño con una obsesión casi febril, sintiendo cada palabra como un susurro en su oído, cada línea como un eco de una historia que ansiaba ser contada.

Durante el día, Javier deambuló por el Parador, recorriendo sus pasillos solitarios y los jardines desiertos que rodeaban el antiguo monasterio. No pudo evitar sentir que algo lo observaba desde las ventanas o desde las sombras de los corredores, una presencia etérea que lo seguía en su soledad. Por la tarde, al hablar con el recepcionista, el anciano le contó algunas historias del monasterio, haciendo referencia a una trágica historia de una monja que vivió siglos atrás. El recepcionista evitó entrar en detalles, pero dejó caer que su alma jamás encontró la paz.

Javier se sintió atraído irremediablemente hacia esa historia. ¿Sería posible que la monja de su sueño fuese el mismo espíritu del que hablaban las leyendas locales? Esa noche, se acostó ansioso, con la esperanza de volver a encontrarse con ella.

La segunda noche, el sueño volvió. Esta vez, la monja permaneció en el umbral de la habitación durante más tiempo, sus ojos atrapados en una mirada eterna de dolor y melancolía. Se presentó como Sor Catalina, y le habló en voz baja, con una cadencia hipnótica. Le contó fragmentos de su vida en el monasterio, de sus noches solitarias rezando por un perdón que nunca llegaría, de un amor prohibido y condenado por las reglas que la encadenaban.

Javier despertó de nuevo, respirando con dificultad, con el rostro de la monja grabado a fuego en su mente. Sin pensarlo dos veces, se lanzó a escribir todo lo que recordaba, sintiendo una conexión inexplicable con ella, como si cada palabra que escribía fuera un hilo que los unía más allá del tiempo.

Los días siguientes, el escritor continuó su rutina solitaria en el Parador, y cada noche, Sor Catalina regresaba en sus sueños, revelándole nuevos detalles de su vida y su tragedia. Y con cada aparición, Javier sentía cómo algo oscuro y antiguo despertaba dentro de él, un deseo inexplicable de conocer más, de adentrarse en su dolor y compartirlo, de salvar a un alma perdida entre las sombras del pasado.

El tono sombrío y gótico del relato se reforzaba cada vez más, y en lo profundo de su corazón, Javier sabía que no podía escapar de la presencia de la monja, ni del destino que parecía haberle sido impuesto desde el momento en que cruzó el umbral de aquel antiguo monasterio.




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