La monja del parador

Tercer Acto: Amor imposible y final

Llegó la noche de difuntos, y el Parador se sumió en un silencio sepulcral. Una niebla espesa envolvía la colina, y el viento azotaba los muros de piedra con un gemido constante. Javier se sentía como un prisionero del tiempo, atrapado en un ciclo de noches infinitas, donde cada amanecer lo acercaba más al abismo.

Apenas pudo dormir durante el día, temiendo y anhelando al mismo tiempo la llegada de Sor Catalina. Sabía que esta noche sería la última, la definitiva. Había aprendido de sus investigaciones que el alma de Catalina había sido condenada a vagar por el monasterio hasta la noche de difuntos, el único momento en que podría hallar la redención o quedar atrapada para siempre en un ciclo de dolor.

Esa noche, Javier encendió todas las velas de la habitación, creando un halo de luz vacilante que apenas lograba perforar la oscuridad. Se sentó en la cama, tembloroso, aguardando la aparición de Catalina. Y como un espectro emergiendo de las tinieblas, la monja apareció al pie de su cama, sus ojos tan profundos y oscuros como la noche eterna que la envolvía.

—Esta es la última noche —dijo Sor Catalina, su voz quebrada por el peso de los siglos—. Si me abandonas, permaneceré aquí, entre sombras, atrapada por la eternidad.

Javier sintió un nudo en la garganta. Cada vez que la veía, su amor por ella se volvía más insoportable, y sin embargo, sabía que debía tomar una decisión que lo condenaría a él también. Catalina le reveló que su único deseo era ser libre, pero que para lograrlo, necesitaba que alguien aceptara compartir su destino. Alguien dispuesto a amarla y acompañarla en su purgatorio, renunciando al mundo de los vivos.

La propuesta de Sor Catalina era clara: si Javier permanecía con ella hasta el amanecer, su alma se uniría a la de la monja, y juntos estarían para siempre, aunque fuera en un mundo de sombras. Pero si la abandonaba, ella sería condenada a repetir la misma noche eternamente, sin esperanza de liberación. Javier sintió un terror profundo ante la idea de quedar atrapado, pero el amor que sentía por ella era tan real y tan abrumador que la posibilidad de abandonarla le resultaba insoportable.

—No puedo dejarte aquí —dijo, apenas un susurro—. No puedo condenarte a sufrir sola.

Sor Catalina lo miró con una mezcla de alivio y tristeza.

—El amor no debería ser una cadena —replicó ella, con una voz cargada de melancolía—. Pero mi amor lo fue… y lo sigue siendo.

Javier se acercó a ella, sus manos temblaban al intentar tocar su rostro. Por primera vez, Catalina no se desvaneció. Su piel era fría como el mármol, y sus ojos reflejaban el dolor de siglos de soledad. El tiempo parecía detenerse en la habitación, y Javier sintió que todo lo que había sido y todo lo que era se disolvía en esa conexión intangible.

Las campanas del monasterio comenzaron a sonar, marcando la medianoche. Javier supo que había llegado el momento de elegir: cruzar la línea que separaba la vida de la muerte o abandonar a Catalina para siempre. Las paredes de la habitación comenzaron a desdibujarse, y la figura de Sor Catalina se volvió más nítida, más real. Los ecos de los monjes parecían cantar desde la profundidad del monasterio, como si anunciaran la llegada de un evento ineludible.

—Te amo —dijo Catalina, por primera vez mostrando una emoción humana, una desesperación palpable—. Pero no quiero condenarte…

—No es una condena —respondió Javier, con una convicción nacida del amor y la desesperación—. Es mi elección.

Cruzó el umbral, tocando el rostro de Catalina y sintiendo la conexión de dos almas que trascienden el tiempo. La habitación se desvaneció en un torbellino de sombras y susurros, y Javier supo que había hecho su elección.

A la mañana siguiente, el personal del Parador encontró la habitación vacía. La cama estaba deshecha, y el portátil de Javier permanecía abierto, mostrando el último fragmento escrito: "Las sombras se disipan al alba, pero el amor entre dos almas condenadas persiste más allá de la vida y la muerte. La eternidad no es más que un suspiro cuando se comparte con el alma que se ama". No había señales del escritor, solo un eco de su última decisión.

Se corrió el rumor entre los empleados del Parador y los pocos huéspedes que había de que cada Noche de Difuntos, las campanas del monasterio resonaban solas, y una luz pálida podía verse en la ventana de la antigua celda de Sor Catalina. Algunos decían escuchar susurros y promesas de amor eterno resonando en los pasillos, y otros aseguraban que veían la figura de un hombre y una mujer paseando juntos, fundidos en la penumbra.

La leyenda del Parador de San Gregorio se convirtió en una de las historias más contadas por los visitantes, aunque pocos se atrevían a pasar la Noche de Difuntos allí. Se decía que el espíritu de un escritor y una monja vagaban por los pasillos, buscando el amanecer que nunca llegaba.




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