La Paz de un Villancico

13. EL PESO DE DOS VIDAS

SARAH

Pasaron los meses y mi mundo se convirtió en entrar y salir de habitaciones del hospital.

Cada semana traía algo nuevo: un nuevo síntoma, un nuevo medicamento, una nueva ola de agotamiento. Llevar a mi hijo en el vientre, porque sí, era un niño, mientras luchaba contra la leucemia era como luchar en dos guerras a la vez.

Algunas noches, me quedaba despierta, con la mano sobre mi abultado vientre. Le susurraba a mi pequeño guerrero, justo como el nombre que deseaba darle, Louis.

—Lo lograremos, Louis. Te lo prometo. Haré lo que sea necesario para mantenerte a salvo.

Para mantener mi mente ocupada, y generando un poco de dinero para mis gastos, ofrecía clases particulares de piano a niños y jóvenes. Un consejo que recibí por parte de Lukas, quien seguía siendo mi roca en estos momentos difíciles desde la distancia.

Agradecía la oportunidad que me dieron los padres de mis primeros tres alumnos. Principalmente por entender que cuando no me sentía bien, en lugar de enojarse por cancelar la clase. Se ponían a disposición de que si necesitaba algo que no dudara en decirles.

Había sido una semana particularmente dura cuando llamaron a mi puerta. Para mi sorpresa, no eran mis padres ni mis amigas. Eran Alena y Simón.

—Sarah —saludó Alena, con voz suave y ojos llenos de preocupación al ver mi rostro—. Tu madre no pudo venir y me dijo que te estabas sintiendo mal, así que decidimos venir, queríamos ver cómo estabas.

Dudé, sin saber qué decir. Su amabilidad me pareció reconfortante y una carga a la vez.

—Por favor, entren —dije, haciéndome a un lado para dejarlos entrar a mi pequeño apartamento.

Simón miró a su alrededor y frunció el ceño.

—Has hecho un buen trabajo para convertir este lugar en tu hogar, pero... ¿estás bien aquí? ¿Necesitas algo? —Negué con la cabeza.

—Estoy bien. De verdad. Es pequeño, pero es suficiente para mí y Louis. —Los ojos de Alena se abrieron de par en par.

—¿Louis? ¿Es... es el nombre del bebé? —Asentí ligeramente, con un nudo en la garganta.

—Sí. Louis. —Se llevó la mano a la boca y se le llenaron los ojos de lágrimas. La expresión de Simón se suavizó y extendió la mano para colocarla sobre mi hombro.

—Sarah —dijo con delicadeza—. ¿Por qué no dejas que te ayudemos?

Bajé la mirada, sin saber cómo explicarles el porqué de mis decisiones, pero debía explicar. Habían tratado de ayudarme con dinero, pero les había dicho que no, tener su favor al guardar el secreto por mí era más que suficiente.

—Porque no quiero ser una carga para ustedes, no tienen ninguna obligación conmigo. Sé que están apoyando a Matthew. Le está yendo muy bien y se merece brillar sin esto... sin que yo le quite el apoyo que ustedes pueden darle. —El silencio dominó por unos segundos hasta que Alena tomó la iniciativa de cortarlo.

—Sarah, no estás quitándole nada a nadie. Estás dando vida a algo hermoso. Estás luchando una batalla que la mayoría de las personas ni siquiera podrían imaginar. Eso no es debilidad, eso es fortaleza. Nosotros deseamos quitarte un poco la preocupación. Ese bebé también es nuestro nieto y deseamos cuidar de ambos.

—Lo voy a pensar. ¿Se quedan para comer? —pregunté intentando cambiar el tema. Ellos asintieron, pero para mi sorpresa Simón abrió la puerta de entrada y tomó muchas bolsas de supermecado que dejaron afuera del departamento. Negué porque sabían que no podía negarme a eso.

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Con mis padres, mis amigos y los padres de Matthews turnándose para cuidarme, pasaron los meses. Debido a muchas complicaciones, el día en que nació Louis sigue siendo el día más difícil de mi vida.

Estuve de parto durante muchas horas, cada contracción me desgarraba, pero el proceso no avanzaba como debía. Mi bebé sufría más o igual que yo. Los médicos me advirtieron de los riesgos; mi cuerpo debilitado no estaba preparado para eso.

La sala de partos era un caos. Las máquinas pitaban frenéticamente, las enfermeras gritaban instrucciones y yo podía sentir que me estaba desvaneciendo.

—¡Sarah, quédate con nosotros! —dijo mi madre, con voz de pánico mientras sostenía mi mano.

A través de la neblina, escuché el primer llanto de Louis, y el resto se desvaneció en la oscuridad.

Desperté días después, mi cuerpo me dolía de maneras que no sabía que fueran posibles.

Mi madre estaba dormida a mi lado, su rostro pálido y lleno de lágrimas secas dibujadas en sus pómulos. Moví mi mano y ella se enderezó de inmediato.

—Están bien los dos —dijo inmediatamente cuando me vio abrir los ojos—. Louis es perfecto, y tú... eres un milagro, Sarah. Casi te perdimos. —Me abrazó y lloró sobre mi hombro.

—Estoy bien, mamá. —susurré con dificultad.

—Sé que eres mi niña fuerte. Puedes con esto, cariño; ahora, por favor, concéntrate en tu tratamiento.

—Lo haré. ¿Dónde está mi niño? —Mi madre tomó mi mano.

—Es hermoso, déjame llamar al médico primero, y luego podrás conocerlo.

Después de que el médico me evaluó. Lloré cuando mi mamá puso a Louis en mis brazos. Era tan pequeño, sus diminutos deditos se enroscaron alrededor de los míos.

—Hola, Louis —susurré, las lágrimas corrían por mi rostro—. Lo logramos, bebé. Estamos aquí.

Todo valió la pena. Es pequeño pero perfecto. Pesaba cinco libras y 6 onzas, así que tuvieron que esperar hasta que pesara más de seis libras para ponerle sus vacunas y dejarlo ir a casa.

A partir de ese momento empezó la verdadera batalla para mí. Haría lo que fuera por ver crecer a mi pequeño.

Los meses posteriores al nacimiento de Louis fueron los más oscuros de mi vida.

Los tratamientos contra mi enfermedad se intensificaron. Perdí la cuenta de cuántas agujas me perforaron las venas y cuántas noches pasé vomitando, con dolor o desmayándome por los efectos secundarios. Llorando porque estaba en el hospital y no con mi bebé. Gabriella me ayudó a cuidar de Louis en su tiempo libre y significó mucho para mí, siempre estaré agradecida con la vida por las personas que me ha enviado.




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