La prisionera del comandante

Capítulo 7

Tomó unos cuantos días organizarlo, pero por fin pude concretar un encuentro “casual” entre Vilma y Tom; a ella la mandaban al mercado cada tercer día, así que solo tuve que esperar a que llegara el momento y sugerirle a él que era un buen día para ir por las fresas que nos hacían falta. Verlo regresar con la sonrisa más amplia en los labios me dejó saber que mi plan había funcionado, ni siquiera fue necesario que me lo dijera, a pesar de que fue lo primero que salió de su boca en cuanto llegó.

—Me topé con tu amiga Vilma en el mercado —me informó con la voz un poco más aguda que de costumbre por la alegría—. Ella no tenía idea de quién era yo, fue necesario que mencionara que te conocía para que la pobre no se asustara creyéndome un desvergonzado. Después de eso, me permitió ayudarla a cargar sus compras.

—Es una chica agradable, ¿no lo crees? —pregunté en tono inocente.

—Sin duda, tiene una personalidad alegre. Siempre me ha agradado rodearme de gente optimista, pero mucho más después de… bueno, ya sabes, tras lo sucedido es común ver gente pesimista así que los que no son así son una bocanada de aire fresco —me compartió—. Espero haberle dado una buena impresión también.

—Estoy segura de que así fue, Tom —dije convencida de mis palabras—. Así que la acompañaste hasta el orfanato, ¿eh?

—Sí, varias chicas se asomaron por las ventanas al verme —me contó algo apenado—. Y la señora Morris salió a conocerme. Al principio traía mala cara, pero luego le mencioné quién era y su semblante cambió. Me preguntó por ti y te mandó saludos...

El señor Austin salió de la cocina con expresión enfermiza, su usual tono de piel rojizo ahora asemejaba más ser verde.

—Padre, ¿te sientes bien? —preguntó Tom notando lo mismo que yo.

—A decir verdad… no. Definitivamente algo no va bien. Creo que volveré a casa, necesito recostarme un rato —dijo el hombre casi sin energía en la voz.

—Te acompaño —se ofreció su hijo, claramente consternado.

—Es mejor que te quedes, debemos completar el pedido de los Durand y Lea no puede hacerlo sin ti —dijo el hombre—. La casa está cerca, puedo ir solo sin problema.

La expresión de Tom se turbó ante la idea.

—Yo puedo acompañarlo —me ofrecí—. Tú quédate a hacer el pedido, yo me aseguraré de que el señor Austin llegue con bien y vuelvo de inmediato para ayudarte.

Era claro que Tom prefería ir a cerciorarse de que su padre estuviera bien, pero mi propuesta era la mejor opción que había disponible, así que no le quedó más remedio que asentir.

Partí con el señor Austin de inmediato. Su casa se encontraba a un par de cuadras, solo había que sortear la ajetreada avenida principal e ir hacia una de las tantas zonas residenciales. Las casas en la calle donde vivían los Austin eran modestas, pero muy bonitas; se habían construido hacía unos años para albergar a los refugiados de la guerra, pequeñas e iguales, una pegada a la otra. El rey las había mandado a hacer a toda velocidad para que las familias no tuvieran que dormir en tiendas de campaña.

En un inicio, todos vivían en este tipo de casas, excepto los niños huérfanos que fuimos alojados juntos en lugares aparte, y paulatinamente la gente fue ganando estatus, formando riqueza y algunos pudieron mandarse a construir sus propias casas más suntuosas y al gusto de cada quien. Por eso ahora había numerosas mansiones a las afueras de la ciudad en donde residían las personas que estaban logrando forjarse una fortuna dentro de este reino.

Por ir mirando las casas no me percaté del momento en el que el señor Austin dejó de caminar, no fue sino hasta que escuché su lastimero quejido que salí de mi ensimismamiento.

—¡Señor Austin! —exclamé consternada y corrí a su lado, él se encontraba a unos metros detrás doblado sobre sí mismo con una mano recargada contra la barda de ladrillo de una casa para no caer.

El señor Austin no me contestó, solo soltó otro quejido y se asió de mí con su otro brazo. Hice acopio de todas mis fuerzas, pero el señor Austin era un hombre demasiado corpulento para que yo pudiera sostenerlo, así que, por más que quise evitarlo, él acabó sobre el piso con el rostro viendo al cielo. Su semblante se veía aún más enfermo que antes.

—¡Señor Austin! —volví a exclamar presa del pánico. Lo tomé del brazo para levantarlo, pero era un ejercicio inútil, sola me era imposible. Alcé el rostro hacia la calle, pero no veía a nadie—. ¡Ayuda! —grité de todas formas, por si acaso alguien llegaba a escucharme.

Volví mi atención al señor Austin, quien se había llevado las manos al pecho y parecía sufrir mucho dolor. Tuve la certeza de que, sino hacía algo, él iba a morir pronto. Me debatí entre salir corriendo para pedir ayuda o quedarme aquí con él, no deseaba dejarlo solo, pero mi presencia claramente no estaba ayudando en nada.

—Volveré de inmediato —le dije casi sin voz.

Ni siquiera me dio tiempo de incorporarme cuando escuché una voz masculina a mis espaldas.

—¿Qué le sucedió? —preguntó el hombre y de inmediato se inclinó sobre el señor Austin.

Contuve el aliento por la sorpresa al ver que se trataba del comandante Gil. Era aún más apuesto de lo que lo recordaba, me sonrojé con violencia por su cercanía.




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