Al mencionar eso, Silvia redujo el brillo de curiosidad que Gunnar mostraba hacia el archivo. Esperaba encontrar algo más delicado y, con suerte, valioso. Algo lo suficientemente importante como para chantajear y obtener beneficios que lo acercaran a su objetivo principal.
No era la primera vez que robaba archivos valiosos y peligrosos. Su organización era conocida entre las personas influyentes, llegando incluso a inspirar sentimientos profundos de miedo, tristeza, odio y resentimiento. Llamarlo cáncer no era exagerado, ya que su reputación había alcanzado lo más alto durante años.
Ahora, las esperanzas se desvanecían. No estaba interesado en descubrir qué especie de archivo era. Estaría poniendo en riesgo su seguridad por algo sin interés. No valía la pena.
—¿Qué tan segura estás? —preguntó inevitablemente.
—Un 50% —respondió con total sinceridad—. Me encontré por accidente en una conversación. Eran dos miembros de alto rango de la agencia hablando con personas desconocidas que no pude ver bien. Supongo que la revelación es más o menos creíble.
—¿Crees que valga la pena correr el riesgo? —preguntó nuevamente.
—Tal vez. Si lo mantienen en secreto, debe ser por algo.
—Perdí el interés —confesó—. No me importa.
Silvia lo miró en silencio. A veces, el hombre resultaba exasperante. Pensaba que lo que acababa de decirle llamaría su atención, pero confirmaba que no. Tratar con este tipo de individuos era complicado, puesto que eran impredecibles.
—Entonces, eso es todo por hoy. Te buscaré cuando sea necesario; hasta entonces —fueron las últimas palabras de Gunnar.
Tranquilo, se levantó, tomó el paraguas y se adentró en la lluvia constante. No esperó respuesta ni despedida, simplemente se fue.
—También te quiero, Gun. La próxima vez puedes quedarte aquí. Sabes que estar sola me asusta.
Cada palabra pronunciada fue arrastrada por el viento. A Silvia no pareció importarle ser ignorada; de hecho, había un aire de logro en su rostro.
Gunnar se dirigió al auto y condujo de regreso.
El tiempo pasó y una hora más tarde, la lluvia finalmente cesó.
Al darse cuenta, permitió que Sara tomara el control en modo Piloto Automático.
Con ese momento de calma, volvió a pensar en la mala suerte de la misión. Gruñó con molestia al recordarlo y, para no amargarse, decidió apartar el tema de su mente.
“Debería comprar comida”, pensó. Como no había comido desde que salió, le ordenó a Sara que lo llevara primero a la tienda más cercana posible. No tardaron mucho, ya que estaban cerca de una.
“Supongo que al menos tengo un poco de suerte hoy. Eso me hace entender que no estoy maldito”, concluyó sarcásticamente.
Después de estacionar el vehículo en el estacionamiento, entró en la tienda. Decidió comprar 10 kilos de carne de res como regalo para Caesar. El chimpancé era irracionalmente carnívoro. Podía comer frutas, pero amaba la carne. De hecho, cuando era más joven, Gunnar vio con incredulidad cómo el animal se comió a dos gatos que, desafortunadamente, merodearon por su propiedad.
Aunque esta revelación fue impactante al principio, no fue nada comparado con lo siguiente. Caesar podía comer cantidades gigantes de comida y nunca llenarse; era como si tuviera un agujero negro en el estómago. Además, podía dejar de comer por largos períodos sin que afectara su salud. Esto se confirmó después de que Gunnar realizara una prueba donde no le dio comida durante 15 días, y al final, no mostró signos de desnutrición ni hambre crónica.
Después de la sorpresa inicial, Gunnar se sintió aliviado, porque imaginar una realidad donde el chimpancé no tuviera ese grado de control y capacidad le causaba dolor de cabeza.
Mantener animales en peligro de extinción no era un problema, siempre y cuando estuvieran bien cuidados; sin embargo, si el animal era peligroso, la situación cambiaba.
Con su inteligencia, las cosas se manejaban fácilmente, ya que le enseñó las conductas correctas ante la sociedad.
Después de terminar de comprar, salió del establecimiento. El lugar no estaba tan concurrido debido a la lluvia; solo un par de personas estaban ingresando.
Con paciencia, se dirigió hacia el auto. Pensó que su mala suerte no empeoraría, pero aún había más por venir.
Inesperadamente, fue chocado por un niño que llevaba consigo una mochila escolar y corría a toda velocidad. El niño, de no más de 12 años, cayó en un charco de agua, quedando completamente embarrado. Su apariencia ahora era similar a la de un cerdo revolcado.
—Niño, ten cuidado por dónde corres. Creo que no necesito decirte qué puede pasar —dijo sin emoción alguna—. Déjame ver qué te pasó.
Gunnar se acercó y le ofreció su mano para ayudarlo a levantarse. El niño aceptó el gesto y le expresó tímidamente:
—Señor, mis más sinceras disculpas. Realmente lo siento mucho.
Mientras el niño se disculpaba, Gunnar notó leves raspaduras en sus brazos y rodillas, así como las palmas de sus manos enrojecidas por la caída.
—No te preocupes. ¿Cómo te llamas?
—S-Soy Jacob, señor.
—Jacob, mi nombre es Gunnar —se presentó con calma, aunque su tono cambió un poco con las siguientes palabras—. Como no estás tan mal, lárgate de mi vista.
El niño se asustó por la mirada fulminante.
—C-Claro. Me iré enseguida, señor Gunnar.
Sin decir más, corrió en la dirección que seguiría si no hubiera chocado con él.
Gunnar lo observó alejarse y antes de apartar la vista, notó que la mochila estaba medio abierta y que, en su interior, la punta de un espejo de color rojo sangre emitía un brillo fugaz, como una ola en el mar.
Jacob se reunió con su familia y mostró una sonrisa de oreja a oreja. Parecía no darse cuenta de las caras sorprendidas de sus padres al verlo en ese estado patético.
Aunque Gunnar no pudo oír nada, pudo entender que Jacob estaba feliz por algo. No defraudó su lógica cuando el niño abrió la mochila y mostró el espejo rojo con entusiasmo.