Antes de que comenzara la contienda, Dorian esperaba a Hans en un pequeño corral improvisado, donde reposaban los enseres necesarios para la carrera. La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. Con voz firme, Dorian rompió el silencio:
—Hans, escucha bien: esta noche no hay alternativa. O ganas o ganas. Si fracasas, las consecuencias serán inevitables, y yo me encargaré de poner orden.
Hans, con la mirada nerviosa, respondió:
—Dorian, lo entiendo. No tengo opción... Mi torpeza me ha llevado hasta aquí, ¿cierto?
Dorian esbozó una sonrisa enigmática mientras asentía:
—Exacto, grandulón. Toma estos enseres y prepárate. Además, iré a buscar a Viktor para que se una a la velada y disfrute viendo cómo te enfrentas a este desafío. Esta es tu única oportunidad de demostrar lo que vales. Ahora, ve hacia la zona de los participantes y hazte notar.
Con esas palabras sellando el destino del torpe jinete, Dorian se alejó, dejando un aire denso de expectación.
Cuando la penumbra se extendió sobre el reino, la carrera ilegal se había convocado en un terreno apartado, donde los caminos se fundían en la leyenda de "El Camino Incierto". El punto de partida se ubicaba en un claro en las afueras de la ciudad. Desde allí, la ruta serpenteaba a través de senderos polvorientos y recodos traicioneros hasta desembocar en un antiguo pozo, un vestigio tenebroso del pasado que parecía emanar un poder tan inquietante que incluso las bestias podían sentir su influencia. La consigna era clara: los participantes debían ir hasta el pozo y luego regresar al punto de salida.
El aire nocturno vibraba con tensión y el retumbar de tambores se oía a lo lejos. Antorchas dispuestas en hileras iluminaban la senda, mientras la multitud, oculta entre sombras, observaba expectante. Con la señal del juez, el estruendo de los cascos anunció el inicio de la carrera. Apenas comenzó la contienda cuando uno de los jinetes, confiado en su velocidad, tropezó en una curva traicionera y cayó al suelo, provocando risas nerviosas y algunos abucheos. El incidente fue una advertencia: el camino no perdonaba ni a los más hábiles.
Hans, a lomos de un corcel recio de mirada fiera, avanzaba con el corazón acelerado. Tras el primer tramo, la ruta se desplegó con desafíos: una tierra agrietada, curvas inesperadas y baches que amenazaban con hacer vacilar incluso al más experimentado. En un momento crítico, el caballo casi perdió el control, y Hans tuvo que aferrarse con fuerza a la montura para evitar compartir el destino de otro competidor. En una de las curvas más traicioneras, el corcel relinchó con furia, reclamando su espacio.
Poco después, al llegar a la zona del antiguo pozo —ese vestigio tenebroso que parecía emanar un poder tan inquietante que hasta las bestias lo notaban—, otro jinete perdió el equilibrio y cayó al suelo, mientras su caballo, asustado, se desvió del camino, causando un gran revuelo entre los presentes. El trayecto se estrechó aún más, obligando a los competidores a detenerse brevemente para sortear el terreno irregular y la inquietante aura del pozo.
La ruta se reabrió para la vuelta al punto de salida. Aunque el horizonte apenas mostraba tímidos destellos del alba, la noche seguía oscura, envolviendo la contienda en un manto de penumbra. La recta final se transformó en un escenario de confrontación directa: los cascos retumbaban en la tierra y el clamor del público se mezclaba con el estruendo de los competidores en un duelo sin cuartel. Ya quedaban pocos participantes, y entre ellos, Hans e Ignacio se destacaban al frente, conduciendo sus corceles con determinación en un duelo constante, en el que parecía que ninguno cedía ante el otro.
A escasos metros de la salida, cuando ya se palpaba un claro ganador, un bache ubicado cerca de la meta desató un forcejeo efusivo entre caballos y jinetes. Ambos competidores forcejearon intensamente, y debido a la inestabilidad del terreno, ambos jinetes cayeron al suelo, quedando a merced del caos. Mientras tanto, pudieron ver cómo el caballo de Hans cruzaba la meta, en contraste con el caballo de Ignacio, que se desvocó en medio del tumulto. La multitud estalló en vítores y aplausos, y aunque el resultado final aún quedaría sujeto a deliberación, ese instante fue testigo de una hazaña sorprendente. Hans había transformado su infortunio en una oportunidad, desafiando cada curva y obstáculo.
El bullicio de la multitud se apoderó del recinto. Algunos vitoreaban a Hans, mientras otros protestaban, exigiendo que la victoria fuera anulada. La confusión reinaba entre los apostadores y espectadores. Fue entonces cuando el juez principal, Cassius Aurelius, se puso de pie con autoridad, golpeando su bastón contra el suelo para llamar al silencio.
—¡Orden! ¡Silencio en la pista! —exclamó con voz firme.
A su lado, los jueces Titus Valerius y Publius Flavius observaban la escena con semblantes serios. Titus intervino con gravedad:
—Sin embargo, dada la extraordinaria circunstancia de esta carrera, deberíamos abrir la posibilidad de deliberación.
La multitud murmuró con expectación mientras los jueces discutían brevemente sin lograr ponerse de acuerdo. Finalmente, Cassius Aurelius tomó la palabra, imponiendo su autoridad, y dictaminó:
—El resultado será sometido a la aprobación de los competidores. Si Ignacio acepta, Hans será declarado ganador; de lo contrario, se procederá a una decisión extraordinaria.
Ignacio, aún en el suelo con el polvo cubriéndole la cara, se puso de pie con esfuerzo y, tras un breve silencio, se acercó al juez. Con tono firme, declaró:
—Acepto el resultado. Ha sido una carrera caótica, pero limpia en su manera peculiar.
La multitud estalló en vítores, y Cassius Aurelius golpeó su bastón en señal de veredicto:
—¡Hans es el vencedor de la contienda!
Editado: 28.02.2025