Amelie salió de la Abadía de Westminster encapuchada y cubriendo gran parte de su rostro con una bufanda, logrando pasar desapercibida entre la multitud; mientras caminaba hacia su destino logró oír como unos jóvenes hablaban acerca del video de una mujer con un mensaje críptico en latín, quienes entusiasmados parecían querer descifrar lo que decía el video.
La mujer esquivó las miradas y apuró el paso hasta llegar a llegar a las puertas de la catedral de San Pablo. Iluminada con focos desde abajo, la hilera de doce columnas que emulaban los antiguos templos griegos tenía como misión sostener la enorme cúpula que se elevaba como un gran centinela sobre las noches londinenses.
«Así que la orden utilizó la casa de Dios para ocultar la clave.» La Sociedad había confirmado su legendaria habilidad para el engaño y la ocultación. Amelie estaba impaciente por confirmar lo que había escuchado sobre lo que habitaba en las profundidades del corazón de Inglaterra.
«¿Cuántos siglos el mundo ha vivido una mentira...?»
Aspiró hondo, intentando mantener la cabeza clara para acometer con éxito la tarea que se había encomendado.
Al mirar las columnas de piedra de la catedral de San Pablo, Amelie luchó contra una fuerza que conocía muy bien y que a menudo arrastraba su mente hasta el pasado y la encerraba de nuevo en la cárcel que había sido su mundo durante su juventud.
«Colonia», pensó, y volvió a remembrar el miedo que sintió años atrás en la ciudad Alemana. Los recuerdos de su pasado fueron desenterrados en aquel momento, los misterios de su origen que no habían sido develados.
A cuatro horas al suroeste de Berlin, la ciudad alemana de Colonia, había sido la cuna de su nacimiento, de niña vivió amando la historia y recorriendo las calles, las cuales conocía como la palma de su mano.
En aquel entonces no se llamaba Amelie, aunque no se acordaba ya de qué nombre le habían puesto sus padres. Había quedado huérfana a los siete años. La tarde en la que volvía a casa de la escuela, se preguntó por qué sus padres no habían pasado a recogerla, una nota sobre la mesa le generaría muchas dudas durante años. «Suchen Sie uns nicht, wir werden nicht zurückkehren». «No nos busquen, no volveremos»
Al darse cuenta de lo ocurrido, salió corriendo de su hogar entre lágrimas, solo para chocar con una silueta en el marco de su puerta, la figura robusta la tomó entre brazos, levantándola y llevándola fuera de su domicilio, por el rabillo del ojo la niña pudo ver como sus vecinos estaban impactados por lo ocurrido, el hombre que la había sujetado la sentó en el asiento posterior del auto de policía.
«¿Quien se hará cargo de ella?» «No tiene familia» «Yo la adoptaría pero ya tengo tres hijos» «Pobre niña, nunca me lo hubiera imaginado de sus padres.»
Como si una especie de demonio controlara su cuerpo, la niña intentó salir del auto de policía, entre lágrimas pedía ver a sus padres, sin embargo nadie la conocía bien. A pesar de haberse mudado hace años, los padres de la pequeña niña eran muy reservados, casi no interactuaban con los vecinos, y tenían la apariencia de vivir en la clandestinidad.
La niña forcejeó la otra puerta del auto, la cual por un descuido no tenía puesto el seguro, se escapó, pero aquellas calles de Colonia le resultaron igual de inhóspitas que su hogar. Corrió sin rumbo por las calles hasta que el cuerpo ya no le dio más, al elevar la mirada, la enorme arquitectura de la catedral gotica del pueblo se regia sobre ella, al recordar la devoción que tenían sus padres con aquel lugar, decidió entrar. En la puerta, el arzobispo chocó con ella, se dirigía al hogar de la niña, tras oír lo que había ocurrido, al ver sus ojos empapados en lágrimas se los secó con un pañuelo que guardaba en uno de sus bolsillos.
– Tranquila pequeña, estoy seguro que tus padres volverán muy pronto, la policía está buscándolos ahora mismo, ¿Quieres pasar? Tengo leche y galletas en mi despacho.
Cada mañana el arzobispo Brant Williams se apersonaba a la estación de policía a ver cómo iba la búsqueda de los padres de la niña. Tras pasar un año, y no contar con pistas los declararon muertos.
Brant se apiadó de la niña, y la mantuvo bajo su tutela durante mucho tiempo mientras realizaba el papeleo para que fuese declarada como su hija. La controversia fue eclipsada, por otros escándalos de la iglesia. Sin embargo, el clérigo optó por dejar el cargo y dedicarse enteramente a la salud y educación de la joven a quien bautizó bajo el nombre de Amelie.
Cuando tenía trece años, tras las revueltas ocasionadas por la caída del muro de Berlín, viajaron juntos a Londres, allí Brant se desenvolvería como pediatra en el pequeño consultorio que había acondicionado en su departamento. Influenciada por la labor de su padre, Amelie decidió estudiar medicina, aunque dudaba sobre la especialidad que debía seguir. La mañana en que cumplió dieciséis años, un cartero llegó a su puerta trayendo un sobre dirigido a Brant Williams, desde la dependencia policial de Colonia, la joven recibió la carta y al abrirla echó a llorar sobre el sofá, haciéndole recordar aquella tarde que volvió a casa.
La carta indicaba a que luego de casi diez años de búsqueda, la dependencia policial de Colonia en Alemania, había hallado dos cadáveres que tras los análisis se determinaron que se trataban, de un hombre y una mujer, los cuales concordarían con las facciones de una pareja desaparecida que dejaron a una pequeña en orfandad, sin embargo la carta también indicaba que no habían hallado al o los responsables, y por lo tanto tampoco se conocían las causas. Finalmente la carta señalaba que al no contar con familiares de las víctimas, la policía decidió entregar la información al ex arzobispo Brant Williams, quién fue el principal interesado en hallar el paradero de las víctimas.
Amelie tiró el papel y sollozó con una almohada puesta sobre su rostro, para que sus gritos no fueran escuchados. La joven sintió que su corazón se partía en mil pedazos, y que nada podría ser peor, sin embargo eso cambiaría en pronto.