Zeynep Keller
Habían pasado solo unos días desde que Rayan apareció en la puerta de mi casa con un ramo de tulipanes amarillos, su sonrisa tímida iluminando el atardecer. Cada vez que ese recuerdo se colaba en mi mente, algo dentro de mí se encendía, como una chispa que no podía controlar. Intentaba repetirme, una y otra vez, que ahora solo éramos amigos, que habíamos dibujado una línea clara entre nosotros.Pero su nombre seguía resonando en mi cabeza, trayendo consigo una calidez que no se parecía en nada a la amistad. Era algo más profundo, algo que me asustaba y me atraía al mismo tiempo.
La universidad había retomado su ritmo habitual. Los pasillos vibraban con el bullicio de estudiantes corriendo entre clases, el aroma a café recién hecho se escapaba de la cafetería y el ruido de los balones rebotando en el gimnasio llenaba el aire.
Ese sonido, en particular, siempre me llevaba a él. El eco rítmico de una pelota de básquet era como un código secreto que mi mente asociaba con Rayan, con su forma de moverse en la cancha, con esa energía suya que parecía llenar cualquier espacio.
Esa tarde tenía entrenamiento de voleibol, porque el sábado la entrenadora no podía. Caminé hacia el pabellón deportivo con mi mochila colgando de un hombro, el cabello recogido en una coleta alta que se balanceaba con cada paso. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas altas del campus, pintando el suelo de manchas doradas. Mientras me acercaba al gimnasio, escuché el sonido familiar de las pelotas golpeando el suelo. Empujé la pesada puerta del pabellón, y el eco de los botes resonó con más fuerza, mezclado con las voces del equipo de básquet que aún practicaba.
Y entonces lo vi.
Rayan estaba en el centro de la cancha, con su camiseta oscura pegada al cuerpo por el sudor, el balón girando entre sus dedos con esa facilidad que solo tienen los que han practicado durante años. Hablaba con su entrenador, pero en el momento en que entré, sus ojos se desviaron hacia mí. Fue un instante, apenas un parpadeo, pero sentí que el mundo entero se detenía. Su mirada me buscó entre la multitud de jugadores y estudiantes, como si yo fuera la única persona en el gimnasio.
—Holis, Zeynep —dijo al pasar cerca, con esa voz baja y suave que siempre usaba conmigo, como si temiera romper algo frágil que flotaba entre nosotros.
—Holis —respondí, intentando sonar casual, aunque mi corazón dio un salto traicionero, como si hubiera corrido todo el gimnasio en segundos.
Él sonrió, esa sonrisa nerviosa que no mostraba todos los dientes pero que iluminaba sus ojos de una manera que me hacía olvidar cómo respirar. Se quedó a un paso de distancia, lo suficientemente cerca para que pudiera sentir el calor que desprendía su cuerpo, lo suficientemente cerca para que el aire entre nosotros pareciera cargado de algo nuevo.
—¿Lista para entrenar? —preguntó, inclinando ligeramente la cabeza, como si quisiera leerme mejor.
—Sì, algo cansada, pero sì —admití, ajustando la correa de mi mochila para mantener las manos ocupadas.
—No te esfuerces demasiado, ¿vale? Aún te estás recuperando —dijo preocupado por mi desmayo de la semana pasada. No era una orden sincera, del tipo que se siente como un abrazo invisible. Y eso, precisamente eso, me desarmó por completo.
Asentí, sin saber qué más decir, y él siguió su camino hacia su equipo. Pero incluso mientras se alejaba, podía sentir su presencia detrás de mí. Rayan tenía esa costumbre de quedarse cerca, aunque no dijera nada, aunque fingiera estar ocupado con sus compañeros o con el balón. Siempre terminaba rondándome, como si ese fuera su lugar natural, como si el universo lo empujara a orbitar a mi alrededor.
Me dirigí al lado opuesto del gimnasio, donde mi equipo ya estaba calentando. Mientras dejaba mi mochila en las gradas y me ponía las rodilleras, intenté concentrarme. El entrenamiento de voleibol requería toda mi atención: los saltos precisos, los saques potentes, las rotaciones rápidas. Pero mi mente no cooperaba. Cada vez que levantaba la vista, lo encontraba observando desde la otra cancha. Estaba allí, con una toalla colgada al cuello, los brazos cruzados, los ojos fijos en mí como si estuviera estudiando cada uno de mis movimientos.
Me ponía nerviosa. No de una manera incómoda, sino de esa forma extraña que mezcla vergüenza, ternura y un deseo inexplicable de que no deje de mirarme. Al mismo tiempo, quería esconderme, escapar de esa intensidad que me hacía sentir tan expuesta. Mientras golpeaba el balón en un saque, mi mente divaga hacia todo lo que no decíamos.
Pensé en lo fácil que sería soltar un “me gustas” y dejar que las palabras cayeran como caen las hojas en otoño. Pero también pensé en lo difícil que sería recoger los pedazos si algo salía mal. No quería perderlo. No después de todo lo que habíamos pasado, de las risas compartidas, de las charlas hasta medianoche, de los tulipanes que aún estaban en un jarrón en mi habitación.
El entrenamiento siguió su curso. Los gritos de mi entrenadora, el chirrido de las zapatillas contra el suelo, el impacto de la pelota contra mis manos. Todo era familiar. En un momento, mientras esperaba mi turno para un ejercicio de bloqueo, me permití mirarlo. Él estaba practicando tiros libres, el balón volando en un arco perfecto hacia el aro. Pero justo antes de lanzar, giró la cabeza y me pilló observándolo. Sonrió, y yo aparté la vista rápidamente, sintiendo cómo el calor subía por mis mejillas.
Cuando el entrenamiento terminó, me senté en las gradas para tomar agua. El gimnasio empezaba a vaciarse, y el eco de las voces se desvanecía. Al levantar la vista, lo vi aún allí, apoyado contra la pared del gimnasio, con esa expresión tranquila que siempre llevaba, como si el tiempo no le importara cuando estaba cerca de mí.
Levantó una mano saludando, casi tímido, como si no estuviera seguro de si debía despedirse o quedarse. Yo le devolví la sonrisa, sin decir nada, dejando que el silencio hablara por nosotros.