Vesa
El aire helado me corta los pulmones mientras corro. El bosque parece interminable, pero yo sé que debo seguir, escapar como sea. Trato de despistar a quienes me persiguen, doblo hacia otra dirección, convencida de que así lograré ganar tiempo, que mi rastro se perderá entre los árboles. Pero el destino me juega una mala pasada.
Al avanzar unos metros más, lo veo. Un hombre de los rusos me espera justo delante. La silueta sólida, oscura, con el brillo de un arma que apunta directo a mí. Me detengo en seco, el corazón desgarrando mis costillas. Levanto las manos lentamente, temblando tanto que apenas puedo sostenerlas arriba.
—No se mueva —dice él con voz grave, como un golpe seco en medio del bosque.
Me quedo inmóvil, los pies clavados en la tierra húmeda. El hombre se acerca sin apartar el arma de mí. Cuando está lo suficientemente cerca, me agarra del brazo con fuerza, como si yo pudiera desvanecerme si me soltara un segundo.
—Por favor... —la súplica sale de mis labios, rota, desesperada—. Déjeme ir, no le diré nada a nadie. Tengo dinero, puedo pagarte por mi libertad.
Él suelta una risa breve, cargada de desdén. De su chaqueta saca unas esposas metálicas que brillan con el poco sol que se cuela entre las ramas. En un instante, mis muñecas quedan unidas, frías, pesadas, sentenciadas.
—Mi jefe me pagará muy bien por capturar a la mujer que lleva a su heredero en el vientre —me dice con absoluta seguridad—. Yo no lo voy a traicionar.
Lo miro en silencio, la garganta cerrada, tragándome todas las palabras que quieren salir. No me queda más que caminar bajo la presión de su mano firme empujándome hacia adelante.
Después de unos pasos, no puedo callar. Mi voz se alza, débil pero firme.
—¿Dónde está Giselle?
El hombre desvía la vista.
—No puedo hablar sobre eso —su respuesta es cortante.
—¿Y Maksin? ¿Dónde está? —pregunto, aferrándome a la única esperanza de que esa información pueda darme luz.
Él aprieta la mandíbula y me mira de reojo.
—No puedo darte esa información.
El silencio se vuelve insoportable. El crujir de las ramas bajo mis pies es lo único que acompaña a mis pensamientos. Finalmente, pregunto lo que más me aterroriza:
—¿A dónde me lleva?
El hombre sonríe apenas, una mueca que no tiene nada de compasión.
—Con el padre de tu hijo.
Me detengo un segundo, resistiéndome, mirándolo con furia.
—El padre de mi hijo es uno de los italianos, alguien de la seguridad de Giselle —miento con valentía, intentando defender lo único que aún puedo proteger.
El ruso aprieta mi brazo con más fuerza.
—Guarde silencio —gruñe-
—No entiendo... —insisto, con la desesperación mordiéndome la lengua—. ¿Por qué me llevan si no le he hecho nada a Maksin? La culpable de todo esto es Giselle. Y mi hijo no es de tu jefe, ya te lo he dicho, déjame ir. Estás perdiendo el tiempo.
Él no me responde. El silencio es su respuesta más cruel.
Lo intento de nuevo.
—Está perdiendo el tiempo. Maksin no es el padre de mi hijo.
El hombre me da un empujón leve para que siga andando.
—Ese tema no es de mi incumbencia. Cuando lleguemos a Chicago hablará con el señor Maksin —murmura gélido.
La mención de Chicago me hiela la sangre. Trago saliva y, por primera vez, decido callar. El miedo y la resignación pesan tanto como las esposas en mis muñecas.
En solo unos minutos alcanzamos la carretera. El estruendo de las armas, aquella guerra de bandos que quedó atrás, ya no existe. Frente a mí descansa una sola camioneta negra, brillante, esperándome como si fuera una tumba rodante. Un chofer en su asiento aguarda con paciencia.
El ruso me empuja hacia la puerta trasera.
—Suba.
Obedezco. Mis movimientos son mecánicos, carentes de energía, como si mi cuerpo ya supiera que no existe forma de escapar. Me siento en el asiento trasero, el olor a cuero y a metal llenando mis sentidos. El hombre se acomoda a mi lado, apretándome el brazo nuevamente.
—Conduce al aeropuerto. El señor Endekov está esperando.
El chofer no duda en obedecer. Pisa el acelerador y el motor ruge, llevándonos directo hacia mi destino.
Cierro los ojos. El vaivén de la camioneta me arrulla en una mezcla de terror y resignación. Siento el rostro húmedo por el llanto, la mente nublada, pero una sola certeza late con violencia en mi pecho: pronto volveré a ver el rostro de Maksin. Y no sé si ese reencuentro va a ser mi salvación... o mi final.
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Editado: 14.10.2025