Obligada A Vivir Con El Padre De Mi Hija

Capítulo 03

Vesa

El rugido del jet privado se apaga mientras aterrizamos en Chicago. El estómago se me revuelve con cada movimiento brusco del avión hasta que por fin se detiene. Horas de silencio me pesan en el cuerpo como si hubieran sido días. El hombre que me capturó no se ha despegado de mí ni por un segundo; su mirada fría es una cadena constante que me ata, impidiéndome incluso respirar tranquila.

En pleno vuelo, uno de ellos quiso curar la herida que llevo en la pierna, pero me resistí con toda mi fuerza. Mis manos, aunque atadas, hicieron lo necesario para evitar que me tocaran. No permitiré que esas manos toquen más, suficiente con el imbécil que me capturó. Finalmente, se rindieron, murmurando algo sobre dejarme tranquila para no arriesgar mi embarazo. Yo me quedé encorvada en el asiento, abrazándome hacia adentro, tan solo escuchando el zumbido interminable del motor y el golpe de mi corazón.

Horas después cuando las escaleras del avión se despliegan, el aire frío de Chicago me golpea en la cara. Mis pasos son pesados, custodiada por cinco hombres que me rodean como una jaula humana. Una camioneta negra me espera junto a un chofer impecablemente vestido de traje, que abre la puerta trasera sin pronunciar palabra.

El hombre que no me suelta me empuja suavemente hacia el asiento. Yo obedezco, en silencio, sin energía ya para resistirme. Al sentarse a mi lado, saca una venda negra y me la coloca sobre los ojos, anulando cualquier posibilidad de escapar.

La camioneta arranca. El ruido del tráfico primero llena mis oídos, un concierto de bocinas, motores y voces lejanas. Cierro los ojos bajo la venda, como si el oscuro ya no fuera suficiente. Trato de distraerme, pero los minutos se arrastran con infinita lentitud. Después siento un cambio: las calles concurridas se transforman en caminos más silenciosos. La camioneta avanza por una carretera desierta; el único sonido es el rugido del motor, el crujir de los neumáticos sobre el asfalto y mi respiración acelerada.

En cierto punto noto un giro brusco. El vehículo baja la velocidad, serpenteando entre lo que supongo son árboles o alguna construcción apartado. Mis manos sudan dentro de las esposas. No puedo ver nada, pero cada uno de mis sentidos se agudizan.

De pronto, la camioneta se detiene. Mis músculos se tensan al instante. El hombre que me custodia baja primero. Luego escucho la puerta abrirse de mi lado. Una mano firme se aferra a mi brazo y me obliga a levantarme. Obedezco, pasos torpes que resuenan contra el suelo mientras avanzo sin rumbo, confiando solo en el tirón áspero que me guía.

Camino largo rato a ciegas, contando mis pasos en silencio para distraer el pánico. Uno, dos, tres... pierdo la cuenta cuando un nuevo sonido me despierta: el rechinar de una puerta abriéndose delante de mí. El aire cambia. Nos adentramos en un lugar cerrado, más cálido, con ese olor concentrado a barniz y a lujo reprimido.

El hombre me detiene de pronto. Un instante después, sus manos arrancan la venda de mis ojos. El resplandor suave de la habitación me obliga a parpadear varias veces hasta que logro enfocar.

Me encuentro en un espacio lujoso, amplio, con paredes tapizadas y muebles nuevos que parecen sacados de una revista. Todo luce cuidado, ordenado... salvo por las ventanas. Cada una está cubierta con barrotes metálicos, fuertes, sin salida alguna. No hay balcón, solo rejas que me recuerdan que este lujo no es libertad.

El hombre se inclina hacia mí, saca las llaves y libera mis muñecas. El chasquido de las esposas al abrirse me alivia por un segundo, pero la sensación metálica sigue pegada a mi piel. No dice nada más. Me abandona en esa prisión de terciopelo, cerrando la puerta desde fuera con un seguro que retumba en mi pecho como un martillo.

Quedo sola. Mis pasos lentos me llevan a recorrer la habitación con la mirada. Hay una sala pequeña con sofá, mesa baja, lámpara, una puerta que me supongo es el cuarto de baño, y una cama grande al fondo, como si alguien hubiera querido disfrazar mi encierro de comodidad. No sé qué hacer, no sé cuántos ojos me vigilan detrás de esas paredes.

Resignada, elijo sentarme en el sofá de la sala pequeña. El silencio se estira denso a mi alrededor. Apoyo las manos sobre mi vientre, acariciando el único motivo por el que todavía respiro, y espero.. Sé que solo es cuestión de tiempo antes de que Maksin aparezca.

Sin embargo, pasan minutos cuando escucho que el seguro de la habitación sale y la puerta se abre. Me siento alerta en el sofá y lo veo entrar. Sus ojos verdes se posan en mí, y nuevamente como la primera vez que supe que lo iba a conocer, el miedo me inunda. Viste como de costumbre cuando llega de trabajar, con su pantalón de vestir y una camisa mangas largas blanca, arremangada en los brazos, con varios botones de su pecho desabrochados.

Trago grueso al ver que se acerca a mi, con el rostro construido, sin decir nada. Miro hacia la puerta del cuarto de baño y no dudo ni un segundo en levantarme y echo a correr hacia ese lugar, por lo menos es un sitio donde me puedo esconder de él.

—¡Detente! —vocifera, mientras me persigue.

Es más rápido que yo, cuando voy llegando y estiro el brazo para agarrar la manilla, siento como sus brazos me capturan y me rodean de las caderas.

—¡Suéltame! —pataleo y me revuelvo entre sus fuertes brazos, mientras trato de liberarme.

—¡No, Vesa! —escucho su voz gruesa en mi oído mientras me agarra con fuerza.




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