Helena.
Hay algo curioso cuando decides hacerle frente a una situación que existe solo en tu imaginación, probablemente en los lugares más recónditos de tu mente porque de solo pensarlo tu respiración se acelera, tu piel se enchina y una helada recorre todo el camino de tu espina dorsal.
Ya no había nada peor que eso.
Ya nada asustaba, ya nada dolía.
Recordé el momento en el que empezó el dilema, el gran problema que desencadenó este trágico final; mí curiosidad.
Mamá solía decir que mí curiosidad era tan grande que podía llevarme a escenarios desconocidos, lo cual era algo bueno para mantenerme entretenida en casa.
Al principio funcionó. Era divertido jugar a ser una exploradora en mí jardín. Mamá se había encargado de esconderme juguetes por toda la casa, entre las flores, abajo de los muebles incluso en el tejado. Sin embargo mí lugar favorito era el sótano.
Apuesto a que cualquier niña se le paran los pelos de punta al imaginar un lugar húmedo, mohoso y oscuro.
Pero para mí, era mí lugar en el mundo.
El único límite de mamá era cruzar el jardín y salir de casa. Nunca hablo del sótano así que supuse que estaba bien para mí, que no había peligro.
Me equivoqué.
Al comienzo fue fascinante jugar en el umbral, nunca lo crucé ya que había algo que me incitaba a adentrarme. Me llamaba.
No sabía lo que era, pero sea lo que sea estaba segura de que mamá no lo aprobaría.
¿Pero, por qué? ¿Que había ahí que, según yo, a mamá no le gustaría?
Por primera vez, mí actitud me había jugado en contra.
Entré sin que se diera cuenta. No habían luces así que me alumbre con una linterna. La emoción se había apoderado de mí. Quise descubrir cualquier cosa que despertara mí deseo de seguir explorando.
Las paredes grises habían sido ocultadas tras gran cantidad de moho y plantas que se extendían del piso al techo, como unas trepadoras. El piso de madera rechinaba a cada paso, las telarañas colgaban por todos lados y de fondo se podía escuchar el chirrido de las ratas. Sus patas tocando la madera corriendo de acá para allá.
Cajas y mas cajas húmedas, casi rotas que dejaban ver partes de su interior.
Caminé entre insectos, entre suciedad y empecé a indagar.
Reliquias viejas, platos, jarrones, fotos y demás. Fue tan decepcionante que frustrada pateé uno de los estantes del fondo, entonces sobres, como lluvia empezaron a caer sobre mí cabeza.
No me había dado cuenta del ruido que había hecho debido a mí exaltación. Al leer el dorso de cada una de ellas me di cuenta de que no había remitente, mucho menos una imagen postal ni de dónde se mandaba el mensaje. Eso sí, los sobres eran preciosos, el papel de color blanco adornado de destellos dorados. Como si el tiempo no hubiera pasado para ellas, como si estar alli escondidas no alterará el material.
Abrí una. En el momento en el que mis manos abrieron el sobre y tocaron la carta, un viento frío agitó el lugar y los demás sobres salieron volando. Sentí una comezón por mis dedos y deslicé el papel por mis manos.
Puedo recordar exactamente lo que decía porque ese fue un antes y después.
"¿Me extrañas tanto como yo a ti? No me olvides, sigo a tu lado"
También recuerdo el miedo abismal que sentí después.
¿Quien rayos? ¿Mí padre? ¿Y acaso mamá no estaba al tanto de esto? Imposible, ni siquiera estaban abiertas.
De inmediato se escuchó un estruendo y como la puerta se abrió de golpe. Los ojos de mamá estaban abiertos de par en par, como si estuviera viendo algo monstruoso.
Esa fue la primera vez que sentí miedo. Fue la primera vez que lloró arrodillada pidiendome perdón por cómo me había sacado arrastrando del sótano, por cómo había roto mí vestido, por el mechón de pelo que me había sacado.
Los personajes de los libros de terror no daban tanto miedo como mamá. Ese día lo descubrí.
Pero ahora ya nada dolía. Ni mis pies de tanto correr, ni las ramas de los árboles raspando mí piel, ni mí garganta seca.
Corri tan lejos que no era consciente de dónde estaba. Como si estuviera sumida en un trance, como si no hubiera salido del shock.
Entonces reaccione cuando el primer zumbido del teléfono aun no había muerto, abrí el bolsillo de mí chaqueta y tomé el aparato entre mis manos. Temblé al ver todas las llamadas perdidas. Estaba segura que la policía ya estaba buscándome.
Limpié mis lágrimas que ya habían empapado todo mí rostro.
Me di la vuelta para mirar a mis espaldas. No había nadie. No había nada más que árboles tan grandes que parecían tocar el cielo, pasto seco, el sonido de animales pequeños fizgoneando. Observe con ojos desesperados alrededor. Todo era borroso, revuelto, tétrico y en aquel lugar no había estado nunca. Todo era desconocido.
Estaba sola en el medio del bosque, donde mamá había dicho que ni de casualidad me acercara y que si en caso lo hacía estaría en graves problemas.
Y entonces oí el ruido.
Arañazos. Arañazos fuertes y ladridos. Era el sonido de unas garras que rasgaban los troncos y el ruido provenía de algún lugar cerca. Sentí una picazón en mi brazo izquierdo. La imagen de un oso, un oso gigante, me vino de pronto a la mente.
Las piernas me temblaban casi impidiéndome el caminar, la sangre que me latía en los oídos ahogaba el ruido de los arañazos. Me asomé entre los árboles. Y a lo lejos vi un puente largo que conectaba esta parte del bosque con otro mucho más luminoso y despejado.
Caminé con precaución. El ruido era cada vez mas fuerte, mas insistente. Parecían venir de a unos metros de distancia. Avancé lentamente hacia el lado contrario a los sonidos, me detuve cuando el gruñido paró de golpe.
Un paso, dos pasos, tres...
De repente el piso vibró como si algo grande se arrojara contra el. Retrocedí un par de pasos chocando contra un árbol frondoso al momento en el que un perro la miraba con intriga.