Ares
Hay dos cosas que me revuelven el estómago y me causan profunda incómodidas; las palomas y Hermes enfadado.
Y no parece por su forma peculiar de ser, pero lo juro que hasta el mismísimo Zeus temblaría del miedo.
Lo que era peor que eso, fue como intentaba ocultar su profunda ira con una sonrisa sarcástica y tenebrosa, mientras revolvía una taza de café y me lo ofrecía.
Aclaré mí garganta y estiré mi espalda antes de acomodarme en la silla y cruzarme de brazos. Tenía que hacerle saber que no me afectaba aunque por dentro deseaba, de ser posible, ocultarme en el Inframundo.
—¿Vas a contarme cómo y dónde la encontraste o debo sacar mis propias conclusiones?— preguntó mientras colocaba tres terrones de azúcar en mí taza.
—Ya te dije que fue en Creta—
—¿La robaste?—
No pude evitar soltar una carcajada burlona, esperando que fuera una broma de mal gusto. Lamentablemente, él seguía serio como una estatua.
—¡Por los dioses! ¿Es enserio? Como si tuviera tan malos gustos, vamos—mentí— La encontré en Creta, sola, pérdida y temblando del miedo. ¿Puedes creer que penso que Cerberus se la iba a tragar entera?—
—Entonces hiciste tu buena acción del siglo y la ayudaste—
—Exacto— contesté orgulloso.
Hermes suspiró profundamente. Se masajeaba la sien intentando comprender y atar cabos. La verdad es que ni yo mismo entendía que es lo que estaba pasando, pero esa chica no era normal. De eso estaba seguro.
—Ares, tú y yo sabemos que eso de ser amable, no se te da bien. Es una mortal—
—Ya lo se—
—¿Acaso te volviste loco o...es que estás pensando en volver al Olimpo?— En ese momento Hermes abrió los ojos de par en par y sus alas empezaron a moverse rápidamente, como un perro cuando mueve su cola emocionado— ¡No me digas! Por eso la trajiste, para mostrarle a Zeus que cumpliste tu deber—
—¿Mí deber?— me levanté de la mesa y le di la espalda. Estaba empezando a molestarme. Solo escuchar el nombre de mí padre me asqueaba— ¿Crees volvería al Olimpo, tirando a la basura mas de dos mil años de destierro, para mostrarle a una mortal escuálida e insignificante? Mí deber... Mí deber es ser el Dios de la Guerra, no un desterrado. Prefiero pudrirme aquí, antes que volver—
—Pero por eso mismo, Ares. Les demostrarás que pudiste hacerlo—
—Eso es lo que quieren, verme doblegado, vulnerable, sumiso. Desgraciadamente, tengo el orgullo muy grande así que pueden esperar otros dos mil años más— me volví hacia Hermes y su mirada estaba en los suelos.
Apenas podía venir a visitarme. Los dioses tenían estrictamente prohibido tener alguna especie de contacto conmigo. Por lo cual, a pesar de ser tan buenos amigos, Hermes y yo nos habíamos distanciado.
Desde que abandoné el Olimpo, ya nada era lo mismo. En los cielos y en la tierra, no existía un mediador en las guerras. Las muertes eran por millones, los bárbaros y los asesinos habían aumentado exponencialmente. Por lo que los humanos no sabían si sus dioses los habían abandonado. Y aunque los despreciara, se había perdido el equilíbrio. Y ya que no podía usar mi divinidad, cada día me volvía más y más débil.
Todavía recuerdo cuando decidí hacer caso omiso al mandato de Zeus y cómo todos los dioses, exceptuado a Hera y Hades; decidieron desterrarme aquí, en Tracia.
Todavía recuerdo su sonrisa de triunfo, su rostro orgulloso y despreciable, y su hipocresía con mí madre.
Zeus, ese miserable pagaría por cada una de sus humillaciones. Lo haría arrodillarse, rogándome mí perdón y clemencia.
—De todas formas, no estoy seguro de que esa mujer sea una mortal—
—¿Helena?— preguntó levantando el rostro.— ¿Por qué lo dices?—
—Ningún mortal puede pasar por el bosque de las Alseides y cruzar el puente Nexum, sin salir muerto o demente. Pero ahí la ves, bien vivita y coleando—
Como si su mente se hubiera iluminado, Hermes empezó a elevarse y a volar por toda la cocina tirando vasijas, platos y demás.
Clío lo iba a matar.
—¡Una aventura! ¡Es una aventura!—
Salté intentando atraparlo y todo el piso tembló, por poco y el lugar se viene abajo.
—¡No hay ninguna aventura! Solo quiero saber si esto va a afectarnos a largo plazo—
Cuando por fin lo tomé del brazo una sonrisa pícara se dibujó en su rostro.
Dioses.
—Ah, con que Aresito tiene curiosidad.—quedé boquiabierto—Así que el dios sangriento quiere conocer a una mortal, que por cierto, es muy hermosa. No me sorprende, siempre fuiste un Don Juan.—
Lo solté y un golpe de calor subió desde la punta de mis pies hasta mis mejillas.
No importa lo mucho que lo niegue, Hermes me conocía bastante bien.
—Ya te dije que no. Basta—
—¿Y entonces por qué te sonrojas? Justo hablaba con Helena de eso. Nunca te vi tan asustado por una mujer. ¿Que pasó? ¿Te tomó desprevenido lo sinvergüenza que es? Muy bien, Ares. Me agrada y bastante, debo admitir. Ya me estaba asustando viendo a Clío tan seguido por acá. Esa musa patética y aduladora, si es por ella hasta te besa los pies sucios que tienes. Es repugnante.—
Instintivamente me mire los pies, las sandalias embarradas con barro. Debía tomar un baño cuanto antes.
—Primero, mis pies son símbolos de mí arduo trabajo y estoy muy orgulloso de eso. Segundo, mí madre trajo a Clío para ayudarme con los quehaceres de la casa. Lo cual me parece insultante, digo, como si necesitara a una mujer para eso. Y tercero, esa mortal es tan poco apetitosa que no me mueve ni un pelo. Digo, puedo caer bajo pero ¿Una humana? Já, mí ego jamás me lo permitiría y dudo que alguien algún día logré merecerme.—
Ensanché mí pecho cual campión y Hermes me miró como si estuviera demente, pero yo no mentía.
Todas las diosas, ninfas, sirenas y musas eran iguales. Mentirosas, cínicas, hipócritas, envidiosas entre ellas y no faltaban las que se creían grandes cosas por involucrarse con algún dios de primera o segunda generación. Mientras más importante el dios, más crecía su valor y yo no quería ser parte de eso.