Helena
Está mujer que había descendido del cielo tenía un manto que cubría su largo cabello negro que caía como una cascada sobre su espalda. Mis ojos la seguían como si estuviese hipnotizada por su belleza.
Mí cuerpo apenas se podía mover y cuando Ares dijo su nombre, mis articulaciones reaccionaron y corrí hasta alcanzarlo.
Me aferré a su brazo y bajé la mirada cuando sentí la presencia de Artemisa a una muy corta distancia.
Ella me intimidaba y me hacia sentir mucho temor.
Sin embargo, mí corazón estaba lleno de dolor y tristeza. No podía no empatizar con todos aquí, por más que apenas los conozca o tenga relación con cada uno.
Y es que ayer había sido un día repleto de felicidad y armonía. Fueron tan amables y gentiles conmigo que incluso, por un momento olvidé todo lo malo que había dejado en casa.
Hipólita no me dejó sola ni un segundo y siempre se preocupó por mí comodidad, como una muy buena amiga.
Pensé que en este lugar se respiraba libertad, jamás me imaginé que todo se trataba de una actuación de lo que alguna vez había sido, y ya no sería jamás.
Frente a mí había un pueblo que lloraba por su reina, que peleaba por ella y su honor. Honor que había perdido en manos de una persona cruel y egoísta. Él había destrozado está utopía. Sin conocerlo ya lo odiaba, y quien habría pensado que se trataba del propio padre de Ares.
Por lo que no podía ni imaginarme lo que sentía él, tambien. Ver estas tierras que el cultivo para sus guerreras, corrompidas por su misma sangre. Quería abrazarlo, quería consolarle.
Aquí todos estaban rotos y yo no podía hacer nada.
Por primera vez en mis dieciocho años quería servir de algo, hacer algo por alguien, no vivir en la oscuridad. Quería ayudar.
¿Pero, como? ¿Siendo la persona que ellos quieren que yo sea? A estas alturas nisiquiera yo misma sabía quien era. ¿Una mortal? ¿Una divinidad? ¿Esperanza?
¿Por qué todos creían que yo era especial? Nací, en Alaska y viví toda mí vida en un pequeño pueblo con menos de diez mil habitantes y ahora resulta que soy parte de una profecía.
Dios, es que nisiquiera tiene sentido. Suena alocado, siento que estoy demente.
Quizá estoy soñando, quizá tuve un accidente mientras escapaba de casa y ahora estoy en coma viviendo todas las cosas que solo en sueños podrían existir.
Quizá Ares era producto de mí imaginación, incluso la mujer que tenía adelante mio también lo era.
Me sostuve de Ares aún más fuerte cuando levanté mí mirada y me encontré con esos ojos dorados que ahora me miraban con sospecha. Artemisa acercó una de sus manos intentando tocar mí cabello, pronto Ares me empujó atrás de él, quedando entre ella y yo.
—No la toques— dijo, observándola con desdén.
—No voy a hacerle daño ¿Por quién me tomas?—
Artemisa le entregó sus armas a una amazona y levantó las manos para hacerle saber a Ares que ahora estaba desarmada y no había peligro. Ares me miró y me hizo una seña para que me acerque a ella. Negué con la cabeza.
—Esta bien, Helena. Solo deja que te vea— susurró.
Tomé aire profundamente tomando coraje y caminé hasta ella.
Artemisa me esperaba con una sonrisa, entonces me tomó las manos y el tiempo se paró.
Miré a mí alrededor, nadie se movía. Volteé mí cabeza hacia Ares, estaba quieto. Como si el tiempo también hubiera parado para él
—¿Que hiciste?— pregunté dándome cuenta de que yo si podía hablar y moverme.
—Quería un poco de privacidad, espero que no te moleste. Mí nombre es Artemisa, soy la diosa de la caza y del pueblo Amazonas—
—Pero Ares...—
—¡Oh,no! El es el fundador, solo eso— me interrumpió— ¿Quieres saber por qué? Soy una deidad virgen por lo que siento especial cariño por las mujeres que lo son al igual que yo y al igual que tú—
—¡¿Cómo lo sabes?!— exclamé avergonzada. Ella se rió de mí.
—Tengo un sexto sentido para esas cosas. Entonces Helena, de seguro no sabes por qué estoy aquí ¿No?— negué — Verás, Ares y yo compartimos el mismo padre y digamos que él no es una buena persona. Mí hermano debió hablar contigo sobre eso al momento en el que llegaste a Tracia. Si, lo sé todo. Sin embargo, fue inteligente al traerte aquí, ya que es el único lugar al que los dioses jamás podrían pisar. Bueno, quizá ya no es tan así ¿Verdad? Al menos después de lo que pasó con Zeus—
—¿Quien es Zeus?— al terminar mí pregunta su ensamble se volvió vacío y serio.
—Zeus es el padre de todo. Dios del Olimpo y Dios del trueno. Espero que jamás tengas la desdicha de conocerlo. Me encantaría hablarte bien de él ya que es mí padre, pero si hay algo que compartimos Ares y yo, es nuestro odio hacia él. De todos modos, dejaré que mí hermano te cuente sus motivos. Por mí parte, soy una diosa de la virginidad y mí padre no respeta el significado de esa palabra. Simplemente no respeta a las mujeres. Yo no puedo dejarlo pasar, ya no puedo ser testigo de sus atrocidades. Lo de Hipólita fue mí límite, ella es como mí hija. Cuando me contó lo que le dijo el oráculo, lo creí imposible...hasta que te vi—
—No se de que hablas. Están todos confundidos, yo no soy lo que estaban esperando—
Artemisa me miró preocupada cuando me vió al borde del llanto. Estaba frustrada y sentía que había mucha presión que no había pedido, sobre mis hombros.
—Lo eres, lo puedo sentir. Tú eres algo más que una simple humana, no sé bien qué pero mientras más me acerco a tí, más poderosa me siento y quiero saber de qué se trata. Si tú estás destinada para traer luz y destrucción, no deberías confiar en nadie. Ni en Ares, ni siquiera en mí. Los dioses por naturaleza somos traicioneros, aunque mí hermano diga lo contrario. Cada uno de nosotros oculta un secreto por el cual somos capaces de matar si es necesario. Por ese motivo, necesito que me ayudes—
Claramente si quería salir de aquí, debía seguirle la corriente.
—¿Dime qué puedo hacer?—