Laureano Torrealba se encontraba en el monte, solitario, donde nadie pudiera molestarlo; estaba cerca del arroyo donde conoció a María Clara, la mujer que había amado con toda su alma y ahora odiaba con la misma intensidad.
Estaba sentado sobre una roca, tenía una mirada oscura, observando la nada. Su rostro estaba tenso, sus músculos no se movían y apenas parpadeaba.
Había dejado el sombrero a un lado, su camisa de cuadros de tonalidades grises y azules la tenía a medio abrochar. La parte alta de su pecho velludo estaba expuesta. En su mano derecha sostenía un cigarrillo a punto de acabar.
Laureano estuvo allí por más de una hora, en ese lugar donde no había nadie más que monte y soledad, la soledad que necesitaba.
Había huido en su caballo del bullicio del rancho de los Torrealba, pues había conmoción por la boda, su boda, ese día Laureano iba a contraer nupcias con una mujer que había amado con todas sus fuerzas años atrás, pero que ahora la odiaba con la misma intensidad. Esa mujer lo había traicionado, hace ocho años con su mejor amigo. Iban a casarse, pero ella fue descubierta en la cama con otro hombre, con Humberto, el mejor amigo de Laureano y también el prometido de su hermana.
A pesar de los años que habían pasado, Laureano aún tenía roto el corazón, el rencor hacia ella no había salido de su vida; por más que lo había intentado, no había podido olvidarla.
Pero ahora, de repente estaba a punto de casarse precisamente con esa misma mujer por culpa de una herencia, no lo haría por voluntad propia, sino por la voluntad de su difunto padre, quien por alguna razón qué a nadie comprendía, había dejado una cláusula en el testamento, donde especificaba claramente que que Laureano se convertiría en el heredero universal de su inmensa fortuna, sólo si se casaba con María Clara Suárez y tenían un hijo dentro de ese matrimonio.
Laureano se levantó de dónde estaba, miró detenidamente la colilla del cigarrillo que sostenía su mano, luego la lanzó entre la maleza, después nombró a la mujer con una voz que denotaba enojo y dijo:
—Así haré contigo María Clara, cuando ya consiga mi herencia, te desecharé cómo se desecha lo inservible, pero juro que antes, haré de tu vida un infierno, te haré pagar con lágrimas todo el dolor que me has causado, ¡maldita!
Subió al caballo y regresó al rancho, cuando entró, vio el patio y el jardín vestidos con telas blancas, mesas con arreglos florales y frutales. También estaba sonando música de la región y los trabajadores de la hacienda andaban de aquí para allá cumpliendo sus quehaceres.
Laureano se quedó observando todo, parecía que habría una gran celebración, entonces frunció el ceño y se acercó a su madre que estaba inspeccionando toda la labor, ella estaba elegantemente vestida para la ocasión de la boda, aunque usó un vestido negro, debido a la reciente muerte de su esposo. Ella le habló a Laureano.
—Hijo en dónde estabas, ya no demoran en llegar los invitados, mira cómo estás, no te has ni bañado, todos están listos menos tú que eres el novio. —Él aún tenía el ceño fruncido.
—Para qué hiciste esto, no era necesario decorar el jardín, esa boda es un parapeto, no un gran evento que deba celebrar. No debería haber invitados.
—Sólo nosotros sabemos que es una boda por conveniencia, el municipio y la comunidad no deben estar enterados de que te casarás con ella sólo por esa cláusula del testamento, eso te haría quedar mal, como un interesado. Si se riega el cuento, seremos la comidilla de todos, saldríamos hasta en los diarios nacionales, eso afectaría tu trayectoria política.
—No me importa. —respondió con una voz ronca.
—Mira todos los logros que has conseguido, si dejas lo que estás haciendo, las obras viales pararán, los pueblos de la región volverán a quedar en el olvido. No dejes que esa mujerzuela acabe con tus logros políticos. Hoy vendrán diputados, el gobernador, periodistas, debes actuar como un esposo feliz. No le des ninguna importancia a esa mujer, tendrás ese hijo que necesitas, luego te desharás de ella para siempre y te casarás con Milena. —Laureano levantó la mano y apretó el puño.
—Tienes razón, no dejaré que María Clara acabe con lo que queda de mi vida, esa mujer no merece mi atención. Mañana mismo la llevaré a esa clínica a practicarse la inseminación artificial, jamás pienso tocarle ni un sucio cabello.