Por nuestra hija.

8 Regaño

Laureano salió de la casa y se dirigió a las caballerizas, Barbara lo siguió cuando me dijeron qué estaba en las caballerizas.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy al arroyo.
—¿Será posible que esa niña esté con el caballo?
—No lo sé, no conozco a esa niña, pero me preocupa que le llegue a pasar algo, está sola.
Desató a un caballo y lo llevó fuera de la caballeriza, lo ensilló rápidamente, luego subió a este y se marchó en dirección al arroyo. Domingo alistó otro caballo y fue tras él.
Laureano cabalgó hasta el arroyo, cuando llegó, bajó una falda hasta la orilla, comenzó a buscar a la niña, no estaba en ese lugar, entonces comenzó a bajar por todo el terreno y atravesó un tramo de árboles. De pronto voy a Destino y a Sofía. Ella estaba riendo y charlando con él caballo como si fuera otro niño. Tenía los pies descalzos hundidos en el agua de la orilla. Parecía tan ajena al peligro, tan envuelta en su propio mundo, que por un momento Laureano se quedó inmóvil, observándola en silencio, puso todo su atención sobre la pequeña, como intentado grabar en su memoria cada gesto de su carita, su voz como de un ángel, sus manitas acariciando al caballo. Se veía angelical,
La niña estaba felíz en ese momento, para Laureano era como mirarse a sí mismo en un reflejo de su infancia, cuando si padre los llevaba a él y a su hermana al arroyo.
De pronto le vino a la mente la sonrisa de María Clara, su rostro inocente. Recordó el día que la conoció en ese arroyo. Eso fue después de que él culminó sus estudios universitarios y regresó al pueblo, lo primero que hizo fue cabalgar por el campo y llegó al arroyo, entonces descubrió a una invasora, una hermosa mujer que se estaba bañando con poca ropa, parecía una sirena nadando en un pozo sin percatarse que estaba siendo observada.
Él y María Clara eran muy distintos, Laureano aunque era heredero de una hacienda ganadera, había pasado parte de su adolescencia y vida de joven en la capital, estaba acostumbrado a la vida en la ciudad, mientras que ella creció en el campo, criando pollos, lechones, algunas cabezas de ganado y ayudaba en la molienda de caña. Pero sus vidas convergieron, él se enamoró, aunque sus padres no estuvieron de acuerdo.
Continuó observando a la niña. No había tiempo para recordar, había ido por Sofía y la había encontrado.
Cabalgó despacio hacia él lugar donde se encontraba con Destino, a la orilla del arroyo. A medida que se acercaba, el rostro de Laureano se endurecía de enojo contra la pequeña.
Los pasos del caballo resonaban sobre las piedras del arroyo. La niña estaba acurrucada muy sonriente, giró hacia Laureano al escuchar los pasos del caballo.
Al ver al hombre y la dura expresión que tenía en el rostro, su sonrisa se desvaneció como una vela que se apaga con un soplo del viento. Enderezó su cuerpo y tensó sus párpados mirándolo con sobrecogimiento. Sintió que Laureano la envolvió con su mirada cargada de reproche.
De pronto le habló con una voz fuerte y punzante.
—¿Qué demonios haces aquí? Tu madre está preocupada.
La niña no supo qué responder, intentó mover sus labios, pero no le salían las palabras.
Él continuó con esa mirada oscura y ese ceño fruncido que lo decía todo, el hombre estaba muy enojado.
La pequeña sacó los pies del agua.
—Yo… yo sólo quería jugar con él —murmuró, acariciando tímidamente la crin del caballo.
—¿Jugar? —replicó Laureano, con rabia contenida—. ¿Tienes idea del susto que nos has dado a todos? tú madre se desmayó por tu culpa.
Ella no contestó. Apenas apretó los labios y clavó la vista en el suelo, como si quisiera desaparecer, de repente le salieron las lágrimas.
—¿Ahora vas a llorar?
La niña se contuvo
Joseito llegó, Laureano le dijo:
—Ata a Destino y llévalo al rancho.
—Si, patrón.
—Y tú niñita, sube a mi caballo.
La niña dudó, sus ojos brillaron a punto de llorar, pero él no le dio opción. Se acercó, la levantó con firmeza —aunque sin brusquedad— y la acomodó en la silla. El caballo resopló, inquieto, como si percibiera la tensión del momento.
Subieron la falsa y fueron al rancho. Por el camino, el silencio entre ambos era espeso, apenas roto por los pasos del caballo. De pronto la niña se atrevió a susurrar.
—Perdón…
Laureano no respondió al instante. Su mirada fija en el horizonte, los puños cerrados sobre las riendas, luchaba contra el nudo en la garganta. No estaba acostumbrado a ese papel de padre, mucho menos a esa mezcla de miedo y responsabilidad que le revolvía las entrañas.
Finalmente, en un murmullo áspero, dijo:
—No vuelvas a hacer esto nunca más.




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