María Clara abrió sus ojos, Maite estaba a su lado sentada en una silla.
—¿Estás bien? —Maria Clara estaba fuera de sí, por un momento pareció no recordar nada.
—¿Qué sucedió? —Afincó los codos sobre la cama y se sentó.
—Te desmayaste en la sala. —Maria Clara de pronto recordó todo y se inquietó.
—¡Sofía! ¿La niña ya apareció?
—Es posible que ya la hayan encontrado.
—Pero no estás segura.
—Creo que la niña fue al arroyo del que siempre le hablaste, quizás fue con Destino, el caballo tampoco está.
—Destino.
—El caballo desapareció del corral.
De repente oyeron pasos de caballos, María Clara se levantó de la cama, caminó descalza hasta la ventana.
—Son ellos, Laureano tiene a la niña.
Salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras, salió a recibir a la niña en el corredor, allí también se encontraban los demás, Inés estaba inquieta y se levantó de la silla.
Laureano cruzó el umbral del portón, ingresó al patio delantero y se acercó.
Cuando el caballo se detuvo, la pequeña bajó de un salto, sin esperar a que Laureano la ayudara. Sus ojos estaban rojos, humedecidos, y el gesto serio de Laureano a sus espaldas solo intensificaba su tristeza.
La niña corrió directo hacia su madre y se aferró a ella con fuerza, escondiendo el rostro en su regazo, buscando refugio.
—Mamá —sollozó entrecortada, con la voz débil pero cargada de emoción—. No quiero vivir aquí, quiero que regresemos a nuestra casa. —Miró a Laureano con recelo en sus ojos.
Las palabras cayeron como cuchillos sobre el aire que María Clara respiraba. Los presentes se miraron entre sí, incómodos. Laureano, bajó del caballo, miró a María Clara, se quedó inmóvil, con el ceño fruncido.
María Clara acarició el cabello de Sofía, tratando de calmarla, aunque sus propios ojos se llenaban de lágrimas y miró a Laureano con reproche.
—Ya, tranquila, ahora estás conmigo.
Laureano dio un paso adelante, intentando decir algo, pero la niña se aferró aún más fuerte a su madre, como si ese gesto fuera un muro que lo apartaba de ella. Sus labios se apretaron con rebeldía, y aunque él deseaba explicarse, las palabras no salieron.
El lugar quedó en silencio, solo interrumpido por los sollozos de la pequeña y el resuello del caballo afuera. El ambiente estaba cargado, como si todos esperaran la reacción de Laureano por él comportamiento de la niña.
Él, sin embargo, permaneció rígido, con la mirada oscura y la voz atrapada en la garganta. Sentía que había hecho lo correcto al reprenderla, pero también descubría, con un dolor que no quería aceptar, lo frágil que podía ser el corazón de aquella niña que apenas empezaba a conocer.
María Clara, con la niña aún aferrada a su falda, alzó la vista hacia él. Había reproche en sus ojos. Laureano tragó saliva, incómodo, sin saber si debía marcharse o intentar acercarse.
La pequeña, sin soltar a su madre, repitió con firmeza:
—Ya no quiero quedarme aquí.
—Tranquilízate sí, vamos a la habitación a darte una ducha. —La niña frunció los labios a punto de llorar.
—Quiero ir a nuestra casa.
—Primero debes calmarte. Ve arriba con Maite, voy a prepararte una ensalada de frutas como te gusta y te la llevo, ¿estás de acuerdo? Yo tengo que hablar con… tu papá.
—Está bien.
Maite se llevó a la niña, María Clara sin disimular su enojo se paró frente a Laureano delante de todos.
—¿Así es que le das la bienvenida a tu hija? ¿Haciéndola llorar?
Laureano al oír sus palabras cargadas de reproche sintió enojo, sus ojos se abrieron, fijos, casi amenazantes.
—¿Hija? En todos estos miserables años jamás me dijiste que tenía una hija.
—Pero ahora lo sabes… tienes más dinero que antes y eres una persona muy respetable en la región, pero lo bruto no se te ha quitado ni con los años. —Barabra se metió.
—No le hables así a Laureano, respetelo.
—Usted no se meta y cállese.
—Pero…
Inés la detuvo.
—No le eches más leña al fuego.
Laureano casi desprende fuego de los ojos y habló con una voz ronca.
—Se fue sola al arroyo… ¿sabes lo que pudo haberle pasado? A un niño hay que corregirlo, ¿o no?—su voz sonó grave, cargada de razón, pero también llena de enojo. —Maria Clara alzó la voz.
—Corregir no es lo mismo que asustar. Esa niña no te conoce, apenas está aprendiendo quién eres… y lo primero que recibe de ti es un regaño como si hubiera cometido un crimen.
Él apretó la mandíbula, la razón estaba de su lado, pero las formas… las formas lo habían traicionado.
Ella lo señaló con el dedo.
—Si vas a maltratarla es mejor que me regrese con mi hija a la capital, porque no voy a permitir….
—¿Permitir qué? —dijo con un tono de voz imperante—. No tienes ningún derecho de reclamar nada. Mañana haré esa maldita prueba de ADN, si esa niña resulta ser mi hija, iré ante un juez, y pediré la patria potestad, te quitaré todos los derechos sobre ella así como tú me negaste los míos por tantos años. Cuando eso suceda, juro que no dejaré que vuelvas a acercarte a ella.
Fátima y Barbara sonrieron con maldad, Jimena apretó sus labios para no intervenir, Inés estaba de parte de su hijo, irguió el cuello con orgullo porque Laureano estaba poniendo a María Clara en su lugar.
María Clara levantó la quijada de manera desafiante, se quedó mirándolo con una mirada penetrante, intentó mover sus labios para advertirme que no lo intentara, pero recordó el destino que le sobrevendría.
Pensó dentro de sí:
“Necesito que mi hija esté con su padre, aunque tenga que marcharme mucho antes de lo que deseo.”
Bajó el tono de su voz.
—Si el juez decide estar a tu favor, está bien, pero al menos deberías intentar no asustar a la niña, ella es traviesa, algunas veces, pero es una niña dulce y buena, siempre deseó conocerte. Deberías ganarte su cariño y su confianza.
Laureano ablandó la expresión de su rostro, estaba esperando que ella le diera una mala respuesta con respecto a la niña, pero María Clara pareció estar resignada.
—Debiste traerla antes.
—Quizás cometí un error, pero debes ganar su confianza, ser cariñoso con ella —miró a Inés—. Usted también, intenta ser una buena abuela. —Ines ablandó un poco su expresión.
María Clara se fue adentro de la casa, pasó por el lado de Graciela, quien tenía una mala expresión en su contra.
Graciela estaba al lado de Inés, mantuvo su mal gesto en su rostro y le habló a Laureano.
—¿Vas a permitir que esa mujer te hable así y te desafíe? —Barbara se acercó a Laureano y lo agarró del brazo.
—Es verdad mi amor, por lo visto María Clara necesita que le recuerden cuál es su lugar en esta casa. —Jimena le dijo:
—Barbara, no olvides que María Clara es la esposa de Laureano, Ella es la señora Londoño.
—Ay por favor Jimena, tú siempre has estado de parte de esa, pero todos aquí sabemos que María Clara es una cazafortunas, y que este matrimonio es solo una obligación que mi pobre Laureano tuvo que cumplir para recibir su herencia, pero en unos meses, María Clara saldrá de esta casa, por la puerta de atrás.
Graciela agregó:
—Yo misma la sacaré de las greñas.
Inés con una voz regañona les dijo:
—Basta, cállense, ya fue suficiente por hoy. Laureano, aunque no lo creas, presiento que esa niña si es tuya, se parece a mi madre.
—A mí se me parece sólo a María Clara. —dijo Fátima.
—Tiene algunas cosas de ella, pero su cabello claro, sus ojos son los de mi madre. —Laureano resopló.
—Mañana mismo iremos a hacernos esa prueba, necesito comprobarlo.
—Ve a la clínica del doctor Sáenz, págale mucho dinero para que te entrego los resultados, lo antes posible.
—Si es posible que mañana mismo me los entreguen.
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