Antes que él sol asomara, Laureano despertó con la cabeza pesada, la garganta reseca y un sabor amargo en la boca. La alarma programada en su reloj de muñeca tenía rato emitiendo su sonido.
Durante unos segundos él no supo dónde estaba. Sentía el cuerpo entumecido, la mente nublada, y un dolor sordo en el pecho, como si hubiese llorado en sueños. Se llevó una mano al rostro y notó el temblor de sus propios dedos. Intentó incorporarse, pero el simple movimiento le provocó una punzada de vértigo.
Miró a su alrededor, había botellas vacías sobre la mesa, la ropa tirada en el suelo, el desorden que hablaba de una noche sin consuelo.
No recordaba con claridad lo ocurrido, solo fragmentos, imágenes sueltas como hojas arrastradas por el viento. Recordaba haber subido las escaleras, la puerta entreabierta de una habitación iluminada por una vela, y, el rostro de María Clara… su mirada temblorosa, sus labios entreabiertos.
El corazón le dio un vuelco. Se pasó la mano por el cabello, respiró hondo, y una vaga sensación de vergüenza lo atravesó. ¿Había estado realmente allí? ¿Le había dicho lo que tanto había callado?
La idea lo atormentó.
Porque si lo había hecho, si en verdad le había confesado lo que sentía, entonces había desnudado su alma frente a ella, eso no podía ser verdad.
Se puso la mano sobre la frente.
—No puedo ser tan idiota. —murmuró
El recuerdo se fue aclarando poco a poco, y con él vino una punzada de dolor. Vio de nuevo el brillo de las lágrimas en sus ojos, sintió el calor de su piel, y esa paz fugaz que lo envolvió cuando apoyó la cabeza en su pecho.
Se levantó tambaleante, caminó hasta la ventana y se quedó mirando el amanecer. La luz dorada bañaba los campos, pero dentro de él solo había sombra.
—¿Qué hice? —murmuró de nuevo.El silencio fue su única respuesta.
Se apoyó contra el marco, sintiendo el peso de su tristeza, un vacío que no se llenaba ni con vino ni con orgullo. Pensó en lo que debía hacer.
—Fingiré que no recuerdo nada, no demostraré ni una gota de amor hacia ella, María Clara sólo merece todo el maldito menosprecio que puedo darle.
***
María fue incapaz de conciliar el sueño. Las palabras de Laureano habían estremecido todo su ser. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que él se marchó, solo que había llorado hasta quedarse sin lágrimas.
“Por qué me haces llorar tanto por tu amor.”
Se sentía agotada, con los ojos hinchados y el pecho apretado por una tristeza que no tenía nombre.
Quiso pensar que todo había sido un sueño. Que Laureano jamás había estado allí, que su voz temblorosa no había dicho esas cosas imposibles, esas que durante años ella había deseado escuchar, aunque le costaran la razón.
Pero luego comprendió que había sido real. Él había estado allí, la había mirado con amor y había confesado lo que tanto procuraba esconder detrás del resentimiento.
Y sin embargo, al recordarlo, no sintió consuelo, sino una punzada amarga de dolor. Porque sabía que cuando el sol saliera, Laureano volvería a ser el mismo hombre endurecido por el rencor, por la culpa, por los fantasmas que los separaban.
Se levantó despacio, fue hasta la ventana y corrió la cortina. La luz del amanecer entró tímida, acariciándole el rostro. El paisaje era sereno, pero dentro de ella todo era tormenta.
—No vas a recordar nada —susurró con un hilo de voz—. O quizás si lo haces, lo vas a ocultar.
Cerró los ojos con fuerza, deseando que el corazón no doliera tanto. Pero dolía. Dolía con una intensidad que parecía nueva, pero ese dolor comenzó hace ocho años, cuando Fátima y otros seres lograron destruirla.
***
El sol ya se había levantado por completo cuando María Clara bajó las escaleras. Llevaba un vestido sencillo, color crema, y el cabello recogido con descuido. Tenía el rostro sereno, aunque bajo esa calma se escondía el temblor de una noche sin descanso.
En el comedor, el sonido de los cubiertos y el olor a café recién colado llenaban el aire. Laureano estaba allí, sentado a la cabecera de la mesa, con la mirada perdida en la taza que sostenía entre las manos.
El hombre parecía distinto, más pálido, con ojeras que delataban su desvelo. Había un gesto amargo en sus labios, como si las palabras de la noche anterior se le hubieran quedado atrapadas en la garganta.
Cuando oyó sus pasos, levantó la vista. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Fue solo un segundo, pero bastó para que el aire se volviera denso, casi insoportable.
María Clara sintió que el corazón se le detenía. En esos ojos grises, turbios por la confusión, buscó un signo de reconocimiento, una chispa de lo que él le había dicho entre lágrimas. Pero no halló nada. Solo el silencio y esa distancia helada que tantas veces la había herido.
—Buenos días, Laureano —dijo ella con voz suave, procurando que no le temblara.
Él apartó la mirada, fingiendo indiferencia. Dio un sorbo al café, y murmuró:
—Buenos días.
Ella se pasó un trago de saliva.
—Sofía va a desayunar contigo, pero quiere que yo esté presente.
—Entonces tráela.
—Dile a tu madre y a tu hermana que no hagan comentarios en mi contra delante de la niña. Sé que no soy bienvenida a esta mesa, pero sólo será por hoy, a partir de mañana, Sofía vendrá con Maite a comer con ustedes. —Él se quedó mirándola con el rostro serio y una mirada impenetrable.
—Está bien, por hoy vamos a tolerar tu presencia.
María Clara recordó las cosas que él le dijo en la noche, de pronto estaba paralizada frente a él, sus ojos lo miraron sin el típico rencor de siempre, como si hubiera bajado la guardia y no tuviera interés en defenderse.
De repente Graciela y Barbara llegaron al comedor.
—¿Qué haces aquí María Clara? —preguntó Graciela en mal tono.
—Laureano te lo va a explicar.
—No necesito explicaciones, ninguna sinvergüenza debería acercarse a este comedor.
—Pero Barbara si puede, yo soy la esposa de tu hermano, pero ella que es su amante sí puede sentirse con la familia, tu sentido de la moral está al revés.
—Barbara no es la amante de Laureano, ella es la verdadera prometida y pronto será su señora esposa, en cambio tú sólo eres un estorbo en su vida. —Barbara sonrió, se paró detrás de Laureano y tocó su hombro, segura de que todos estaban de su parte, mientras que María Clara sólo recibía menosprecios y maltratos de la familia. Puso una mirada aplastante sobre ella y le dijo:
—No vuelvas a insultar mi nombre María Clara, sabes muy bien cuál es tu lugar en la vida de Laureano, y no es precisamente la de su señora, alguna trampa hiciste con el testamento de mi padrino, ninguno en esta casa entiende porque él dejó esa cláusula para que laurea no recibiera su herencia, pero con Sofía de por medio, será rápido el proceso sucesión, Laureano podrá divorciarse de ti lo antes posible, saldrás de esta casa por la puerta de atrás y nunca más volverás a poner un pie en estas tierras.
—Ojalá algún día se te caiga la máscara.
—¿De qué máscara hablas? Fue a ti a quien se le cayó hace ocho años atrás, ¿o ya lo olvidaste?
—Cállense las tres —ordenó Laureano—. María Clara, vaya a traer a la niña.
María Clara salió del comedor llena de impotencia, caminó hasta el rellano de las escaleras y se detuvo, se puso la mano sobre el pecho, no vio a Inés que estaba arriba observándola desde el pasillo. María Clara tomó aire y comentó:
Dios mío, dame fuerzas para soportar tantas mentiras, tantas injusticias, Fátima y Barbara son unas víboras, sólo espero que algún día Laureano las descubra.
Suspiró como quien suspira por añoranza. Inés al oírla se quedó atónita, preguntándose en sus adentros acerca de lo que María Clara había dicho de Fátima y Barbara.
María Clara subió el primer escalón, Inés afirmó la postura de su cuerpo y caminó hacia las escaleras, la miró con frialdad en sus ojos. María Clara escondió sus emociones, se detuvo, Inés bajó las escaleras y le pasó por un lado. Fue al comedor.
—Buenos días.
—Buenos días madrina. —respondió Barbara con una voz animada, se acababa de poner el piso y eso le hacía sentirse bien. Inés se sentó en su silla. Graciela le dijo.
Prepárate mamá, hoy tu querida nuera desayunará con nosotros.
—¿Te refieres a María Clara?
—Sí.
Inés miró a Laureano con reproche.
—¿Por qué esa mujer va a venir a comer con nosotros?
—Sofía no quiere venir sola, pero no te preocupes, sólo será por hoy, a partir de mañana la niña desayunará con nosotros si la presencia de su madre.
—Entonces aguantaremos por hoy.
María Clara llegó con Sofía al comedor, ella le habló a la niña.
—Saluda a todos mi amor.
—Buenos días. —dijo la niña con su voz angelical.
—Buenos días Sofía —respondió Inés—. ¿Por qué no te sientas a mi lado? O al lado de tu padre, siéntate donde te sientas más cómoda.
Sofía miró a María Clara con inseguridad en su rostro.
—Hazle caso a tu abuela, siéntate donde se te haga más cómodo.
Sofía observó las sillas, al lado de Laureano, había una desocupada, pero se sentó donde habían dos sillas desocupadas, una al lado de Inés, la niña eligió estar al lado de su madre, aún no estaba cómoda con Laureano y el resto de la familia. María Clara con valentía se sentó al lado de Inés.
Enseguida llevaron el desayuno, había de todo en la mesa, lo que cada quién quisiera desayunar.
María Clara le sirvió a la niña, e intentó aparentar calma. El silencio en la mesa envolvió a todos.
Inés intentó romper el silencio incómodo que se había prolongado por un rato, entabló una conversación con Laureano y con Barbara, le preguntó por su madre, Fátima había salido temprano. Hablaron acerca de los caballos que iban a vender ese día.
Barbara tenía una sonrisa burlona dibujada en su rostro, suponía lo incómoda que debía estar María Clara en medio de personas que no la soportaban.
A veces, Laureano levantaba la vista apenas, como si quisiera decir algo, pero enseguida bajaba los ojos, atrapado en una confusión que lo devoraba. En su interior, un recuerdo difuso lo atormentaba: el tacto de una piel tibia, el llanto compartido, un susurro entre sombras. Pero se negaba a aceptarlo.
María Clara estaba igual, había un abismo que los unía y a su vez los alejaba.
Aún así, verlo tan cerca y tan ajeno— le partía el alma.
“Anoche…”
Intentó pensar en ello, pero decidió alejar ese recuerdo.
Después Laureano levantó la mirada por un momento, pero su expresión se endureció.
“No quiero recordar.”
La niña estaba sentada junto a su madre, con la cabeza gacha, moviendo el tenedor sin apenas probar un bocado.
Su mirada, cuando se levantaba por un instante, estaba cargada de timidez. Evitaba ver hacia Laureano. María Clara le hizo comer su desayuno.
Después del desayuno, Sofía le dijo a su madre que quería ir a la habitación, Laureano le dijo:
—Quédate un rato más con nosotros.
—No quiero quedarme. —respondió la niña sin tapujos. —Inés le dijo:
—Laureano es tu papá, deberías escucharlo y quedarte con él. —María Clara intervino rápidamente.
—Si quieren compartir con ella, debe ganársela y no forzarla. —Inés respondió de mala manera:
—Estoy hablando con la niña, no contigo. Está situación es por tu culpa, por ocultarle a mi hijo la existencia de su hija.
María Clara agarró a la niña de la mano y la levantó de su silla.
—Ve a la habitación, yo iré en un minuto.
Cuando la niña se fue, María Clara se dirigió a Inés.
—Le agradezco que no vuelva a hablarme de esa manera delante de Sofía.
—Usted no me da órdenes, no venga a tirarselas de señora de esta casa.
—Sofía es una niña pequeña, no tiene por qué presenciar momentos desagradables entre nosotros.
—Por eso usted debería largarse.
—Me encantaría hacerlo, pero lo haré en el momento indicado. Traje a la niña a desayunar y a conocer a su familia, pero ustedes…
Laureano interrumpió sus palabras.
—No volverá a pasar, dile a la niña que podemos salir a cabalgar, quiero ganar su confianza. Dile a Sofía que vayamos a dar un paseo a las díez; tú también podrás ir, así ella estará más tranquila.
Me parece bien. Ahora, con su permiso, desayunen en paz si pueden después de lanzar tanto veneno —miró a Laureano—. Le diré a la niña que saliste para salir a cabalgar contigo.
María Clara se retiró del comedor. Barbara comentó:
—Qué mujer tan insoportable. ¿Puedo ir a cabalgar contigo y con tu hija Laureano?
—No creo que sea prudente.
—Pero…
—Quiero conocer a mi hija, más adelante, podrás compartir con ella.
—Tienes razón, es que quiero que tú hija me tenga cariño.
—Aún no confía en mí, en ti menos lo hará, todo será a su debido tiempo. —Graciela le dijo:
—Esa oportunista no debería ir a cabalgar.
—No irá conmigo, sólo será una sombra al lado de mi hija, pero no será por mucho, pronto podré deshacerme de María Clara, ella no volverá a estorbar en nuestras vidas.
***
Maite le dijo a María Clara:
—No deberías andar a caballo, qué tal si pierdes el conocimiento.
—Me siento bien, no te preocupes. Ya te pareces a tu hermano, preocupado por cosas que no se sabe si van a suceder.
—Es que has sufrido dos desmayos desde que llegamos al pueblo.
—Por problemas emocionales, pero estaré tranquila al ver a mi hija cabalgando con su padre. Sabes cuánto deseo que ellos compartan juntos, quiero que Sofía sonría cuando vea a Laureano y que disfrute estar con él, eso me dará mucha tranquilidad. —Maite sonrió.
—Que se cumpla tu deseo.
—Gracias amiga, ojalá todo se dé pronto y Sofía sea feliz con su padre.