Dos años después...
Impaciente observo el semáforo, que se encuentra iluminado en un tono rojo, estoy ansioso por verlo cambiar a verde y así poder poner el auto en marcha de una buena vez. Este es el tercero que me toca aguardar. Cada segundo que trascurre mi preocupación incrementa y tal parece que las circunstancias están en mi contra. Jodida fortuna la mía. Mani no es un hombre que suela beber hasta perder el sentido, eso en primer lugar; siguiendo por el hecho de que no ha elegido el mejor local para ahogar las penas –dicho por él mismo. No es que piense que alguien le asesinara en uno de esos callejones oscuros, como ocurre en las películas de terror, no después de que el cantinero se ha tomado la molestia de llamarme y asegurar que le mantendría quieto hasta que llegara a recogerlo, o eso espero. Sin embargo, cuando no estás en tus sentidos, la cartera y los objetos de valor son lo primero en desaparecer, como por arte de magia. No es un hombre que lleve encima grandes cantidades de dinero, pero es demasiado confiado. Otra de las cosas que confirma su inexperiencia, convirtiéndolo en un blanco fácil para los ladrones.
―¡Vamos! ―gruño desesperado, mi pie moviéndose inquieto, un par de segundos antes de que finalmente la luz me indique que puedo continuar. El cambio es tan abrupto, que demoro un poco en reaccionar y pisar el acelerador, pero es el tiempo justo para evitar que un conductor desesperado por cruzar de último momento, obviamente violando las leyes de tránsito, me impacte. ¡Joder! Ha estado demasiado cerca.
Permanezco inmóvil, con las manos aferradas al volante y mi pie rozando el pedal, a nada de presionarlo. Con un claro pensamiento en mente: No habría sido capaz de frenar a tiempo. Lleno mis pulmones de aire, sintiendo el corazón latir aceleradamente, con una extraña sensación de opresión en el pecho, que dificulta mi respiración. Un par se luces me pasan y un claxon me recuerda que tengo vía libre. De nuevo maldigo, mirando en ambos sentidos de la avenida, antes de empujar el acelerador con cautela y ponerme en marcha. Ciertamente tengo urgencia por llegar al bar, pero no por eso debo olvidarme de ser precavido. Esa ha sido una buena advertencia, muy buena, como las que frecuentemente me ocurren desde que ella se fue...
Silvia. Mi Silvia.
Pensar en ella, sigue doliendo como el primer día de su partida. El instante en que la vi desvanecerse el piso de su casa, como fui testigo del aumento de su palidez mientras la ambulancia la trasladaba a toda velocidad, como veía desaparecer la camilla detrás de la puerta de urgencias y finalmente, como contemplé su cuerpo inerte en esa pequeña cama de hospital. Como la perdí. Son algo que nunca me abandonara, eso y el remordimiento de no haber sido capaz de admitir cuan falsas fueron mis palabras la noche anterior, no confesar todo lo que volverla a encontrar trajo de regreso. No poder decirle adiós. Duele. A pesar de que se ha vuelvo tolerable, nunca desaparece la sensación de pérdida, el vacío que dejó. Y últimamente su ausencia se siente con más fuerza, no solo porque se acerca su aniversario, entiendo que también se debe a la reciente muerte de Lazi. Mi pequeña igualmente me ha dejado, su hora había llegado, nada que hacer.
La idea de un nuevo cachorro no me agrada, esa pequeña era tan única como su dueña y a pesar de lo solo que siento a veces, prefiero no intentar encontrar un reemplazo, para ninguna de las dos. Aunque lo intentara, sería imposible, lo sé. Eso es un hecho. Que no pienso cambiar, por mucho que insista Mani y mis pocas amistades.
Apago al motor y retiro las llaves, permaneciendo quieto en mi asiento. Examino con atención la entrada, tratando de confirmar que es el lugar correcto. Eso o teniendo la esperanza de estar equivocado. Hago una mueca. Este es el local. Es peor de lo que pensaba. Indica peligro, lo mire por donde lo mire. Hay tipos de mal aspecto, poca iluminación y la clara ausencia de un guardia en la puerta, es decir, entrada libre a cualquiera clase de persona.
Dando un largo suspiro resignado, me aventuro a salir del auto, es inevitable, tengo que hacerlo. Cierro, poniendo el seguro de inmediato. No queriendo arriesgarme a ser sorprendido. Obviamente mi auto no es el último modelo, ni nada que destaque entre los pocos que hay en la calle, pero eso no le importara a alguien que busca algo de dinero. Solo espero que se encuentre aquí cuando salga, no tengo ánimos de caminar y dudo que Mani pueda hacerlo si está tan mal como lo describió el hombre.
La música alta, del tipo comercial y local me da la bienvenida, así como un grupo de hombres vestidos con vaqueros desgastados y camisa de varios tipos. Están demasiado borrachos para ver por donde caminan, así que me esfuerzo por esquivarlos y evitar roces, que se conviertan en conflictos. Estoy aquí para ayudar, no para meterme en problemas. Es un hecho que he dejado de estar en forma, además de que nunca he sido amante de las peleas. Y mejor seguir así.
El lugar está lleno, son pocas las mujeres presentes o que pueda alcanzar a ver, vestidas con atuendos demasiado reveladores y que no parecen tener sentido de timidez, la mayoría se encuentra restregándose contra los hombres que, más que bailar, luchan por mantenerse en pie. Sin duda, esto parece más un tugurio, que un bar.
Me abro paso dificultosamente entre los cuerpos embriagados cubiertos de sudor y sustancias de dudosa procedencia. Después de lo que me parece una eternidad, consigo llegar hasta la barra, donde sin buscar demasiado, localizo a Mani. Tiene la cabeza apoyada en el mueble de madera, parece balbucear sin sentido a uno de los cantineros, que le mira preocupado e impaciente. Debe ser quien me contacto.
―¡Mani! ―elevo lo suficiente la voz, obligándome a ser escuchado por encima de la estridente música. Él se gira en mi dirección, prácticamente cayendo del banquillo. Por fortuna, consigo sujetarlo a tiempo, recibiendo de lleno su peso.