Se Necesita un Niño con Urgencia

29

Ella sale del coche. Parece no escuchar mis palabras, sacando sus propias conclusiones. Camina hacia la entrada del edificio y desaparece en su interior. Yo vuelvo a casa. La culpa me corroe por dentro. Intento actuar correctamente, pero es mucho más difícil de lo que imaginaba. Llego tarde. Todas las luces están apagadas. Miro el reloj y silbo con sorpresa: no creí que la cena se hubiera alargado hasta tan entrada la noche.

Entro a la casa. Enciendo la luz del vestíbulo y me sobresalto: mi madre está de pie en el umbral del salón, con los brazos cruzados y la mirada severa bajo el ceño fruncido. Me quito los zapatos.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí a oscuras?

—Esperándote. ¿Ya se te olvidó que tienes una esposa en casa? Entra, tenemos que hablar.

Camina hacia el salón con paso firme. La sigo a regañadientes, preparándome para la inevitable lección moral. Me siento en el sofá. Ella se detiene junto a la ventana y, de pronto, se gira bruscamente. Tiene los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué tratas así a Lesia? Hace poco que se casaron, y en vez de pasar tiempo con tu esposa, andas por ahí, quién sabe dónde. No finjas que todo está bien. Yo lo veo, lo entiendo. Incluso duermen en cuartos separados. No la amas. Solo te casaste por la herencia de tu padre. ¿Y si no fuera por eso, la habrías dejado sola, embarazada?

—No, no es eso —digo, sintiéndome un canalla—. No sabía que estaba embarazada. Cuando me enteré, me casé con ella de inmediato. Lo de la herencia fue solo una coincidencia.

—Lesia es una buena persona, y no voy a permitir que la lastimes. Yo sé lo que es sufrir por una traición. No quiero que ella pase por lo mismo. Te casaste con ella, al menos deberías respetarla. ¿Dónde estabas?

—En una reunión importante del trabajo —miento sin sonrojarme. Pero mi madre detecta la mentira a kilómetros.

—¿Tan importante que no pudiste sacar un minuto para llamarla? Sabes que está embarazada, que se torció el tobillo y está sola en casa.

He pensado mucho en Lesia hoy. Varias veces estuve a punto de llamarla, pero me contuve, molesto por lo de Stepán. Entre ellos hay algo, un coqueteo evidente. Claro, tiene derecho a rehacer su vida, pero que lo haga después del divorcio. Me apresuro a justificarme:

—Me distraje… ¿Cómo está ella, por cierto?

—Ve tú mismo y pregúntale. La ayudé a subir las escaleras. No quiero meterme en tu vida, pero déjame decirte algo: Lesia es la mejor chica que he conocido. Serías un idiota si la pierdes. Está esperando un hijo tuyo. Tienen una familia. Y tú no lo valoras, estás dispuesto a echarlo todo por la borda por unos minutos de placer con una cualquiera.

—Mamá, no estuve con otra mujer —respondo con firmeza.

No sabía que mi madre ya le había tomado tanto cariño a Lesia. Claro, desde su punto de vista, todo parece evidente, pero ella no sabe del acuerdo entre nosotros. Lesia no está molesta conmigo. Le da igual dónde estoy. Mi madre niega con las manos:

—Las reuniones de trabajo no duran hasta las once de la noche. No me mientas. Rezo para que Lesia te crea. Es joven, inexperta, puede que logres convencerla. Pero yo no me dejo engañar. Tu vida está en tus manos. Si pierdes a Lesia y al niño, cometerás el error más grande de tu vida. Ve, discúlpate con ella. Es lo mínimo que puedes hacer.

Me acerco y le doy un beso en la mejilla.

—Gracias, mamá.

Subo al segundo piso. Sé que mi madre solo se preocupa por mí. Es la persona más cercana que tengo. Entro con cuidado a la habitación de Lesia. Ni siquiera sé si quiero que esté despierta. Ya he tenido suficientes reproches por hoy. Ella está acostada, tapada con la manta. La lámpara de noche proyecta estrellas en el techo. Me siento en el borde de la cama. No se mueve; parece dormida. Su cabello rojizo se esparce sobre la almohada, sus ojos esmeralda están ocultos bajo largas pestañas, y sus labios, entreabiertos. Es hermosa, buena, sincera… y no es mía.

Chicas como Lesia hay pocas. El imbécil con el que salía antes fue un idiota por dejarla embarazada y abandonarla. Me doy cuenta: me gusta. Así llegué… resulta que me gusta mi propia esposa. Le acomodo mejor la manta, la arropo hasta el pecho. Me levanto y salgo de la habitación. Camino hacia la mía, deseando solo una cosa: una ducha bien fría.




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