Rafael
El pasillo del hospital es un laberinto de luces frías y olores desinfectantes. Cada paso que doy resuena en el silencio, y el eco de mis propios pensamientos se convierte en un recordatorio constante de la realidad que me rodea. Me detengo frente a la puerta de la habitación de Clara, y un nudo se forma en mi garganta. La imagen de ella yaciendo en esa cama, inmóvil y conectada a máquinas, me causa una tristeza profunda que no puedo describir.
Empujo la puerta y entro. La escena es la misma de siempre: Clara está acostada, con los ojos cerrados y el rostro pálido. Las máquinas que la rodean emiten pitidos regulares, como si fueran un latido artificial que intenta llenar el vacío de su ausencia. Me acerco a su lado, y el peso del dolor se instala en mi pecho. La vida ha sido cruel, y la fragilidad de nuestra situación me golpea con fuerza.
Cada vez que la veo, un torrente de emociones se agita en mí. La tristeza me invade al recordar cómo era nuestra vida antes de este desastre. Clara, alegre y llena de vida, soñando con nuestro futuro juntos, con el bebé que viene en camino. Ahora, todo eso parece un recuerdo lejano, una ilusión que se desmorona ante mis ojos. La posibilidad de perderla, de perder a nuestro hijo, me genera un coraje que me consume. ¿Por qué tuvo que pasarle esto? La injusticia de la vida me enfurece.
Me siento en la silla junto a su cama, tomando su mano entre las mías. Su piel está fría y suave, pero no hay respuesta. El silencio es ensordecedor, y cada segundo que pasa se siente como una eternidad. La incertidumbre me atormenta. ¿Despertará? ¿Podrá escucharme? Las preguntas se agolpan en mi mente, mientras la angustia me aprieta el pecho.
La vida de nuestro bebé pende de un hilo, y esa idea me destroza. Clara siempre había querido ser madre, y ahora, mientras yace en esta cama, su sueño está amenazado. La combinación de la tristeza por su estado y la preocupación por el niño que aún no ha nacido me abruma. Me pregunto si ella sabe lo que está en juego, si tiene algún conocimiento de lo que está sucediendo a su alrededor. Desearía poder hacer algo, pero me siento impotente.
Recuerdo las noches en las que hablábamos sobre cómo sería nuestra vida con el bebé. Los planes que hicimos, las risas compartidas, la emoción de ser padres. Cada recuerdo se siente como una puñalada en mi corazón, un recordatorio de lo que hemos perdido. La idea de que todo eso podría desvanecerse me llena de terror.
Sigo sosteniendo su mano, esperando que un milagro suceda. La luz que entra por la ventana ilumina su rostro, y en ese momento, parece tan serena. Me esfuerzo por mantener la calma, incluso cuando el caos interno me grita que todo está mal. La vida no debería ser así. No debería tener que enfrentar esta situación.
Afuera, el ruido de la vida cotidiana continúa. Personas que caminan, risas que resuenan, el sonido de un teléfono sonando. Todo eso parece un mundo distante que no me pertenece. Aquí, en esta habitación, el tiempo se ha detenido. La realidad que me rodea es un recordatorio constante de que todo puede cambiar en un instante.
La idea de la herencia me asalta de nuevo, pero no puedo concentrarme en eso. La preocupación por Clara y nuestro hijo eclipsa cualquier otra cosa. La presión de cumplir con las expectativas familiares se siente insignificante en comparación con el miedo de perder a mi esposa.
Ansío que despierte, que me mire y que todo vuelva a ser como antes. Pero, en el fondo, sé que la vida no siempre es justa. Las lágrimas amenazan con brotar, y me esfuerzo por contenerlas. No quiero que ella me vea así, no quiero que sienta mi desesperación. Necesito ser fuerte, no solo por ella, sino también por el bebé.
A medida que pasan los minutos, la angustia se convierte en desesperación. La idea de que Clara nunca más despierte es una carga que pesa sobre mí. No puedo seguir así, atrapado en esta pesadilla. La vida sigue, pero yo me siento estancado en este momento, como si el tiempo hubiera dejado de existir.
Finalmente, me levanto y me acerco a la ventana. El sol brilla intensamente, pero su luz no me llega. Todo lo que veo es un mundo que sigue girando mientras yo estoy atrapado en esta sala de hospital. Me apoyo en el marco de la ventana, tratando de encontrar alguna claridad en medio de la tormenta que se ha desatado en mi interior.
Las horas pasan y el cansancio me invade. Pero no puedo permitir que la tristeza me consuma.
Regreso a su lado y tomo su mano nuevamente. Suspiro profundamente, intentando absorber la calma que me falta. En mi corazón, guardo la promesa de que haré todo lo posible para que ella y nuestro hijo tengan el futuro que merecen. Aunque la vida me haya llevado a este lugar oscuro.
El caos se siente como una tormenta inminente mientras me preparo para el viaje a Portugal. La lectura del testamento está pactada para dentro de un mes. La idea de lo que me espera me abruma. Una familia llena de secretos, un legado que no he buscado, y la obligación de mantener las apariencias se cierne sobre mí como una sombra cada vez más pesada. Pero detrás de todo esto, hay un secreto que me atormenta y que no puedo compartir con nadie.
Mi esposa está en el hospital, embarazada y en coma. Cada día que pasa sin que despierte es un recordatorio cruel de la fragilidad de la vida. La angustia por su estado me consume, pero la realidad de la herencia que debo recibir no me deja tiempo para lamentar. Debo actuar como si todo estuviera bien, como si mi vida estuviera en orden, y eso es lo que más me pesa, no puedo permitirme que esto se salga a la luz, mi matrimonio ha sido mi mayor secreto, mis enemigos se acrecientan con el tiempo y todo se lo debo a la sangre que corre por mis venas.
La herencia no solo implica el título, sino también una serie de expectativas y tradiciones que debo cumplir. En este mundo los secretos son parte de nuestra vida, todos los tienes, de algún modo necesito llevar toda la atención conmigo, dejar a mi mujer desprotegida es impensable, así que llevando a otra mujer la atención se volcará sobre mí y mi acompañante. La idea de que mi familia descubra la verdad sobre mi esposa y su estado me aterra. No puedo arriesgarme a que se enteren de que mi mayor debilidad.