Alizah
Solté un suspiro profundo antes de responder. Sabía que esta era la casa de los señores Montalvo y que yo solo era una inquilina que pagaba la renta. Aun así, me pareció una falta de consideración que Andrés no me hubiera avisado que venían. No tuve tiempo de ponerme algo más decente ni de ordenar la casa, que estaba hecha un revoltijo porque faltaban dos días para Navidad.
—Te juro que no te daré nada de postres —le dije enfurruñada mientras caminaba hacia la casa, tratando de arreglarme el cabello—. Es más, no te hablaré.
—Por favor, perdóname —suplicó—. No quería que te agobiaras y que tuvieras que esforzarte demasiado. No quiero que dejes de ser tú solo para adaptarte a ellos.
Lo fulminé con la mirada y él me hizo un puchero.
—No te enojes, hermanita. Te juro que haré lo que quieras, pero no lo hagas.
—Está bien, vas a limpiar el refrigerador.
—Ay, no —masculló—. Bueno, está bien, ya qué…
Aunque la petición de mi hijo aún me pesaba, traté de dejar aquel asunto de lado y me concentré en recibir a los señores Montalvo.
Tal y como Andrés los había descrito, eran personas de porte serio, con una mirada que escrutaba el recibidor de la casa con juicio. A pesar de haber superado los sesenta, conservaban un aspecto juvenil y atractivo. Ella tenía los mismos ojos azules que Andrés, tan serenos y templados como un cielo despejado. El señor Montalvo, en cambio, poseía unos inquietantes ojos verdes, de esos que parecían descifrar cada uno de tus pensamientos con solo mirarte.
Conocía bien esa sensación. Diariamente encontraba esa clase de mirada en unos ojos demasiado conocidos.
—Buenas noches, señores Montalvo —dije nerviosa, limpiándome las manos—. Lo siento si encuentran un desastre, es que nos estamos preparando para Navidad.
—Carlota, Alonso, hola —saludó Lizzie, bajando las escaleras con ayuda de su marido—. No me habían dicho que llegaban hoy.
—Hola, Elizabeth —saludó Carlota con tono amable. No sonreía del todo, pero su mirada denotaba que Lizzie le agradaba mucho—. Estábamos ya cerca, así que decidimos llegar. Le dijimos a Andrés que les avisara para no ser inoportunos, pero al parecer se le olvidó.
Por un segundo me sentí aliviada de que volcaran su atención en otra cosa, pero rápidamente se disculparon con Lizzie y retomaron su mirada hacia mí.
—Lo siento, eres Alizah, ¿cierto? —dijo ella.
—Sí, lo soy.
Extendí mi mano para dárselas, creyendo que me rechazarían. Sin embargo, los dos lo hicieron perfectamente bien.
—Lamentamos causar inconvenientes —se disculpó el señor Montalvo con una voz profunda que me dejó impresionada.
—No, para nada. Esta es su casa —respondí nerviosa—. Soy yo la que se disculpa, si hubiera sabido...
—No, Ali, no tienes que cambiar nada —me dijo Andrés, que estaba oliendo a mi hermana como siempre—. Fueron ellos quienes dijeron de repente que vendrían.
—Bueno, pues es nuestra casa —replicó el señor Montalvo—. Avisé con antelación.
—Lo repito: sin postres —mascullé, mirando con rencor a mi cuñado.
—Nosotros no acostumbramos a comer azúcar, espero que no te moleste —dijo la señora Montalvo—. Por lo demás…
—Mi mami hace los mejores postres del mundo —intervino mi hijo, que venía de la mano con su hermana.
Ambos señores Montalvo fruncieron el ceño, sorprendidos. Ninguno de ellos conocía a mis hijos, pero me intrigaba el porqué los miraban así.
—¿Son tus hijos? —me preguntó Alonso.
—Sí —sonreí—. Son Luis Gabriel y Gala.
—Gabriel —murmuró Carlota, más consternada.
Y entonces Andrés estalló en carcajadas, lo que me desconcertó demasiado.
—¿De qué te estás riendo? —le pregunté, intentando comprender qué era lo que le pasaba.
—Creo que es hora de que le digamos —masculló Lizzie.
—¿Qué cosa?
—Nuestro hijo mayor se llama Gabriel —me contestó Carlota, mirándome con intriga—. Él y su hermana nos recuerdan a…
—¡Abuelito! —gritó Alicia, llegando donde estábamos.
La mirada de Alonso se dulcificó y tomó a su nieta en sus brazos. No se deshacía en besos y abrazos, pero era palpable el profundo amor que sentía por ella.
—Te traje regalos, Alicia. ¿Los quieres…?
—Alonso, son hasta Navidad —lo reprendió Carlota, acariciando con cuidado la cabeza de Alicia. Noté que tenía las uñas pintadas de un color rojo oscuro, lo que me dejó un poco hipnotizada.
Sí, eran las ovejas negras que Andrés había descrito, pero por alguna razón no me resultaron prepotentes como me los había imaginado.
—Por favor, abuelita —suplicó mi sobrina—. Por favor, por favor.
Miré a mis hijos, que parecían tristes por la escena que contemplaban. A pesar de que adoraban a mi madrina, sabían que no era su verdadera abuela y que sus abuelos estaban con Dios.