Alizah
Ni siquiera al recibir ese supuesto diagnóstico de cáncer me había sentido tan perturbada como en ese momento. Sin embargo, intenté no demostrarlo y recibí a Gabriel con la misma amabilidad con la que había recibido a sus padres.
Por suerte, mi hermana y mi cuñado bajaron y se ocuparon de él mientras yo iba a la cocina a ayudar a Marissa y a mi madrina a terminar los postres que se servirían después de la cena. No sabía en qué momento bajaron, pero no quería ponerme a pensar en qué tan absorta estaba.
—Necesito otro plato —dije—. Es que llegó…
—Sí, cielo, ya me ocupé de eso —me dijo mi madrina—. ¿Te pasa algo, mi amor? Estás pálida.
—Es que hace un poco de calor —solté una risita—. Pasé mucho tiempo en la cocina.
—Entonces ve a la sala. El hijo de los Montalvo parece muy interesado en que vuelvas. No te quita la mirada de encima —respondió en voz baja, con una risita que me puso de los nervios.
No quería comprobar si lo que ella decía era cierto, pero no pude evitar mirar hacia el comedor. Ahí estaba él, sentado con sus padres, pero mirándome fijamente desde la cabecera. Su expresión no denotaba ninguna emoción, sino que parecía evaluarme.
«No, él no puede ser ese hombre», repetí para mí misma, por centésima vez.
Fingiendo que su presencia no me afectaba, fui por mis hijos y los senté en sus respectivos asientos. De vez en cuando, miraban a nuestro visitante con curiosidad, sobre todo Luis Gabriel, que cuchicheaba con su tío Andrés.
El ambiente, que antes creía que sería armonioso, se había cargado de tensión, y estaba segura de que él era el culpable. Lo peor era tener que verlo, ya que a nadie más le gustaba sentarse en la otra cabecera de la mesa.
—Solo tengo una duda, hermano. ¿Qué fue lo que te hizo venir? —preguntó Andrés de repente mientras cenábamos.
Al igual que todos sus movimientos, Gabriel dejó elegantemente sus cubiertos sobre el plato para indicar una pausa. Si bien todos se comportaban con etiqueta en la mesa, su comportamiento fluía naturalmente, como si ni siquiera lo pensara.
—Mis padres me llamaron para que viniera —respondió con voz monocorde, encogiendo ligeramente los hombros.
«Esto tiene que terminar ya, por Dios», pensé mientras regresaba mi atención a mi niña, que necesitaba ayuda con su pasta.
—¿Y ya? ¿Esa es tu única explicación? —resopló Andrés—. Tú jamás tienes tiempo para estas cosas, tienes una agenda muy apretada.
—Tengo que atender asuntos en La Ciénaga. Son de carácter urgente.
Al pronunciar esa última palabra, volvió a fijar sus ojos verdes en mí.
—No deberías cuestionarlo tanto —reprendió Carlota a su hijo menor—. Lo importante es que está aquí.
—¿Los tres se sienten bien? Esta forma de actuar es demasiado extraña —respondió Andrés, quien fue pellizcado por Lizzie para que se callara—. ¡Ay, ten cuidado, bebé!
—No estamos actuando de una manera extraña —dijo el señor Montalvo—. Eres tú quien siempre nos ha considerado seres de otro planeta.
Apreté los labios, disimulando la risa. El gesto fue inadvertido por todos, menos para Gabriel.
¿Qué problema tenía conmigo? ¿No había otra cosa que mirar? Podía, por ejemplo, contemplar nuestro árbol de Navidad, las decoraciones o a las demás personas en la mesa. Esta situación, más que ponerme nerviosa, me estaba irritando.
«¿Y si en realidad está pensando en cómo decirme que va a demoler la casa para construir un centro turístico? ¿Y si los padres de Andrés vinieron para pasar una última vez en su querida propiedad?», pensé con agobio.
—Tengo que ir al baño —me disculpé mientras me levantaba—. Sigan en lo que estaban.
—Señorita, ¿no vamos a servir el postre? —me preguntó Marissa.
—Claro —sonreí—. Ahora regreso.
Sin fijarme en si él seguía mirándome o no, me apresuré a ir al baño del despacho. No sabía cuánto tiempo se quedaría ese sujeto, pero deseaba que se fuera pronto para así quitarme las ideas absurdas de la mente.
—No, no puede ser él —susurré, mirándome al espejo—. Imposible, él nunca me haría caso.
Jamás había tenido baja autoestima, pero era una realidad que era demasiado joven para él y que no encajaba en ese canon de belleza impresionante.
No, no podíamos haber pasado una noche juntos.
Una vez que me lavé las manos, salí del baño y tuve que ahogar un grito: era Andrés.
—Oye, ¿te pasa algo? —me preguntó preocupado—. Te noto nerviosa. ¿Mi hermano te ha hecho sentir incómoda? Si es así, lo puedo echar.
—No, no, para nada —negué con la cabeza—. Es solo que sigo agobiada por la respuesta que le daré a mi hijo sobre su papá. Saber que tu hermano es juez me da repelús.
—Ah, ya, comprendo —sonrió de forma desganada—. Se irá, no te angusties. Solo vino a cenar, o eso es lo que entendí. No debes preocuparte. Y regresa pronto, que estamos esperando para servir el postre. Ya quiero que le calles la boca a mis padres.
—Creo que estoy empezando a dudar de que algo les guste.